¡Cuéntame un cuento!
Con cariño, a mis sobrinos, los más pequeños,
recordando con añoranza y las lluviosas tardes de mi tierra
En una tarde de lluvia
me recuesto en el sofá
cuando llegan mis sobrinos
Marichú, Gerardo, Adrián,
y, por supuesto, Daniel,
quien jamás se queda atrás.
Y me piden presurosos
que no me haga del rogar
y les cuente algunos cuentos
de los que yo sé contar.
Gerardo se pone ansioso
y blande pronto una espada
de un color rojo subido
que, según lo que él relata,
era el arma preferida
de algún célebre pirata.
Y veloz yo le pregunto
–¿De piratas hoy se trata
el cuento que tú deseas?
Con muy sinceras palabras,
mi sobrino, muy simpático,
con gran prestancia me aclara
que no es ello lo que busca
–Mira, tío, no hace falta
que nos cuentes ese cuento,
pues ya tengo mil barajas,
muñequitos e historietas
que de piratas nos hablan.
En forma amable y cordial
Daniel la mano levanta
pidiendo autorización
y, sin dudar, me señala
–No le preguntes a nadie
y escoge tú, con confianza.
–Pues me parece muy bien
–Ya va comenzar el cuento–
exclama Adrián, con vehemencia.
A los pequeños advierto
–Hay que prestar atención.
Apenas pasa un momento
del inicio de la historia,
y Marichú pone un pero
al exclamar –Oye, tío,
que tenga tu cuento un perro
y que salgamos nosotros.
Eso es todo lo que quiero.
Contesta entonces Adrián
–Que el perro no esté tan viejo
y que no muerda a la gente,
pero ya que empiece el cuento.
Es Marichú quien aduce
con un gran convencimiento
–En el cuento que me gusta,
que tú cuentas todo el tiempo,
andamos todos perdidos
y nos dices que veremos
un par de puertas cerradas
y al verlas así, tendremos
que escoger cuál puerta abrir
para encontrar el sendero
que a casa nos llevará.
Una vez que se haya abierto
tú nos dirás, de seguro,
pretendiendo ser sincero,
que la decisión tomada
fue un tremendo desacierto.
Con fingida indignación
enseguida le protesto
–Pero dime, Marichú,
por qué la culpa yo tengo
cuando quien abre la puerta
no tiene un tino certero.
Agrega entonces Adrián
quien con unos años menos
es ajeno a nuestro diálogo
y quiere que ya iniciemos.
–Yo sé lo que va a pasar:
en todos nuestros intentos
algo malo nos sucede
para que nunca encontremos
el camino que, al final,
nos llevará de regreso.
Pero cuéntalo ya, tío,
que a mí no me importa eso.
–Pues me parece muy bien–
con entusiasmo contesto–
y si me dan su permiso
con mucho gusto ya empiezo.
Animado por los niños
por fin puedo ya iniciar.
–Cuatro niños muy intrépidos
que recorrían la ciudad...
Y me dice Marichú
con mucha espontaneidad:
–Intrépidos nos dijiste.
¿Qué es eso? ¡Dímelo ya!
Yo le contesto sonriente,
pues me puso a cavilar:
–Intrépidos son los niños
que pueden siempre enfrentar
muy valientes el peligro
y vencer la adversidad.
Dice Adrián muy inspirado,
sin un instante dudar
–Pues yo nunca tengo miedo
cuando estoy con mi papá.
Me parece complicado
mi gran historia contar
pues estos niños tan listos
interrumpen sin cesar
con agudos comentarios
que causan hilaridad,
y en su bendita inocencia
dicen siempre la verdad.
Pide Daniel que no cuente
cómo el cuento acabará
pues dice que le fascinan
las historias sin final.
Adrián exclama, impaciente
–Es hora de comenzar.
Y prosigue así el relato
que no sé si acabará:
–Los cuatro niños del cuento
cuyos nombres ya sabrás,
se perdieron en las calles
de aquella hermosa ciudad.
Mas interrumpe Daniel:
–¿Y qué nombres les pondrás
a los niños de tu cuento?
–Marichú, Gerardo, Adrián,
y por supuesto, Daniel.
Me parece que jamás,
no importa que haga la lucha,
el cuento terminará.
Llega el momento en la historia
en que los niños, por fin,
deben ponerse de acuerdo
y escoger cuál puerta abrir
para regresar a casa
y poderse ir a dormir.
Recomienda Marichú
–Vamos ahora a decidir
cuál de estas puertas será
por donde vamos a ir.
–¿Será la puerta amarilla,
o la azul? Decide tú –
Yo le contesto, intrigado.
Grita Adrián con prontitud
–Yo digo que hay que escoger
la que es de color azul.
Les digo, con pesadumbre,
pecando de prontitud,
falsa desesperación,
y muy fingida inquietud,
que al elegir esa puerta
peligrará su salud
pues espera al otro lado
un terrible mago hindú
que es malvado y despiadado,
y se llama Urundurú.
Mis sobrinos, fascinados,
me regalan carcajadas,
pero los niños del cuento
rápido corren y escapan
ya que quieren regresar
a su tan lejana casa.
Muchas otras decisiones
enfrentan en sus andanzas;
todas, invariablemente,
serán las equivocadas.
Son felices mis sobrinos
al saber de las hazañas,
peripecias y proezas
que, demonstrando gran maña,
los niños del cuento enfrentan
en su larga caminata..
Arriban a una escalera
que a la izquierda baja y baja
y a la diestra sube y sube.
Blande Gerardo su espada,
y opina, muy convencido
–Prefiero irme de bajada
y me siento preparado:
voy a enfrentarme a un pirata.
Y prosigue así la historia,
descendiendo por la escala.
Finjo yo consternación
y escucho mil risotadas
pues saben ya mis valientes
que algo malo siempre pasa.
–Huyó el pirata –les digo–
pues oyó las amenazas
proferidas por Gerardo
y dando grandes zancadas
se marchó, despavorido
a una lejana comarca.
Mas al pie de la escalera
una enorme cucaracha
con cuernos de sapo macho
y orejas de horrible vaca,
espera a mis pobres niños
en su cueva, agazapada.
Escapar logran los críos
de la cucaracha mala
al convertirse gigantes
que con grandes manotadas
ahuyentan al pobre bicho,
que emprende la retirada.
Paradójico parece
e interesante yo encuentro
que mis queridos sobrinos,
los cuatro de carne y hueso,
no quieren que el cuento acabe.
Muy divertidos y atentos
inventan más aventuras
de los niños en el cuento,
quienes llevando sus nombres,
y siendo de ellos, reflejos,
enfrentan dificultades,
andan perdidos, muy lejos,
y van siempre temerosos,
esquivando mil tormentos.
Para los protagonistas
existe un final feliz
pues después de tantas puertas,
de mucha risa infantil,
de fingidas frustraciones
y decisiones sin fin,
Adrián, con acierto, dice
–Por la izquierda quiero ir.
Yo, muy rápido respondo
–Fíjate que por allí
el camino a casa está.
Vamos todos por ahí.
¡Ya encontramos el camino
vámonos ya! ¡Sí, sí, sí!
Mas mi sobrinos repelan
y Marichú me sorprende
al recordar un detalle
que importante le parece:
–Poca gracia tiene un cuento
si acaba tan de repente.
Se te ha olvidado aquel perro
que hace rato, claramente,
nos dijiste que vendría
acompañando a la gente.
–¡Se me olvidó el pobre can!
Mas mañana, si se puede,
ya les contaré otro cuento
con un perro azul y verde,
que tiene orejas moradas
y cincuenta y cuatro dientes.
–Sigue contando la historia–
Adrián me anima, sonriente.
–Es que ya se hizo de noche.
–¡No importa que sean las nueve,
no le hace que sean las diez–
contesta Adrían, insistente.
–Que nos salga ahora un gorila,
un espectro transparente,
un bicho bizco y peludo,
un desagradable duende,
un camello atarantado,
o un calcetín maloliente!
Nos llaman a la merienda:
prometen dulces, pastel,
chocolate, arroz con leche,
y para mí, un buen café.
Muy apetitoso suena
y prefiero obedecer.
Debo entonces terminar
lo que tan grato me fue.
Y le doy gracias a Adrián,
a Gerardo, a Daniel,
y también a Marichú,
por el rato que pasé,
por compartir su alegría,
porque ellos me hicieron ver
con su gracia, ingenuidad,
buen talante, sencillez,
y contagioso entusiasmo,
lo importante que es saber
ignorar las tempestades,
lo basto, la turbidez,
los oscuros nubarrones
y la triste lobreguez.
De estos niños inocentes
mucho pude yo aprender:
Hay que tener la sapiencia
la envidiable madurez,
amplia visión, convicción,
y singular lucidez
para buscar cosas buenas
y encontrarlas por doquier.
Septiembre 13, 2007