El Concurso de Poesía


Rafael Moras, Sr. (2016)

 


"Para el concurso de poesía deseo que hablen de alguna de las virtudes. Men­cio­nen en sus versos palabras que nos hablen de la integridad, la honradez, la justicia, la templanza, la fortaleza, o de cualquier otro valor. Su poema debe ser inédito y seguir alguna estilo de poesía clásica castellana como el soneto, la dé­cima o el romance." Fueron éstas las palabras de don Javier Asensio, director y maestro de literatura y filosofía de la escuela preparatoria. Don Javier era español de nacionalidad, castellano de raza, de cabellera blanca y más bien escasa, grises ojos y cerrada barba, pobladas cejas y fruncido ceño, amena plática e interesante cátedra, singular conocedor de la literatura, mexicano de corazón y de Córdoba ferviente enamorado. La escuela que hacía unas décadas él fundara al llegar de España ocupaba una señorial casona colonial situada no muy lejos de la preciosa plaza mayor que con singular y notable presencia y gallardía engalana a esta entraña­ble ciudad veracruzana. Don Javier era célebre por no mentir jamás ni jamás cambiar de parecer. Una vez que don Alonso dictaba sentencia, no había nada que hacer, según decía la gente.  

         El concurso de poesía de la Escuela Preparatoriana Castilla, que ese nombre le había dado su augusto fundador, tendría lugar en un par de semanas en el Teatro Pedro Díaz, joya arquitectónica de perfectas e íntimas proporciones y del que los cordobe­ses, con justificada razón, siempre estuvieron orgullosos. El hermoso teatro había sido construido algunos años atrás y su elegancia no desmerecía en nada la excelsa majestuosidad del regio palacio municipal, a cuyo costado había sido erigido.

         Bien era sabido de todos los alumnos de la Escuela Castilla que sus compañeros Ángel y Samuel eran los únicos candidatos a ganar el premio a la poesía dada su reconocida habilidad para tejer verso tras verso siguiendo los rígidos mandamientos de rima y metro que nuestra lengua inexorablemente exige. Los jóvenes eran vecinos de nacimiento y amigos para siempre. Sus casas, ancladas en la misma manzana, tenían la peculiaridad de tener a unos cuantos pasos la estrecha vía del ferrocarril que en aquella época diariamente iba de Córdoba a San Juan, un antiguo pueblo enclavado en las verdes y riscosas montañas cercanas al volcán. Juntos crecieron, jugaron y se educaron. Se podía decir que habían sido amigos desde el momento en que al pie de sus madres gateaban en el patio de alguna de sus casas. Talentosos y aplicados eran ambos para los deportes, los juegos de mesa, y el estudio. Comparables eran sus logros, y aunque no pareciera que llevaran cuenta de los mismos, entre los jóvenes amigos se había despertado poco a poco un sentimiento de rivalidad. El salir triunfante en alguna partida de brisca o ajedrez hacía al ganador sentirse un poco superior al vencido. El pique entre los jóvenes jamás había sido empañado: las victorias de uno y otro lado habían sido siempre en buena lid. Eran ambos también ávidos pelotaris y jugaban al frontón a mano en una improvisada cancha que cerca de casa el dueño de un taller había acondicionado. Legendarias eran las partidas entre los jóvenes vecinos, mismas que despertaban una gran expectación en el barrio.

         Samuel había superado lo que él consideró una dolorosa derrota cuando Alejandra, una guapísima compañera de la Escuela Castilla, aceptó una invitación de Ángel a comer dulces que un joven llamado Pedro hacía en ollas de bronce allá en la calle 5. Aunque nunca le reveló a nadie su interés en la muchacha, para Samuel fue muy frustrante que fuese Ángel quien la enamorara. La invitación a comer los exquisitos manjares se repitió tarde tras tarde, siendo los merengues los preferidos de la pareja. Eventualmente, y movido por su gran nobleza y lealtad, Samuel aceptó que Alejandra no era para él y conservó la amistad de su amigo.

         Para el concurso de poesía de la Escuela Castilla, Samuel escribió un largo pero muy interesante romance en el que especulaba que el túnel cuya entrada se hallaba a espaldas del altar mayor de la Purísima conectaba a esta soberbia iglesia con los demás templos de Córdoba, incluyendo la Capi­lla de San Antonio, la capilla que se encuentra frente al teatro, y los templos de San Sebastián y San José. El romance, de exquisitos y bien rimados octosílabos, era tan extenso que, al terminarlo Samuel, contó diez cuartillas que en dos columnas repletas de versos narraban la historia de un seminarista que utilizaba los obscuros pasadizos del enmarañado túnel cordobés para escapar del seminario por unas horas y acudir a un trabajo que cada noche ejercía en una fonda cercana al templo de San José. El conflicto para el seminarista era que desobedecía las inflexibles órdenes del abad de nunca abandonar el seminario de noche, pero el trabajo era necesario para ayudar a un amigo cuyo padre se encontraba muy enfermo. Para transcribir su romance, Samuel se valió de unas muy finas hojas de un brilloso papel dorado que un tío suyo había traído de algún viaje al extranjero. En una lluviosa tarde cordobesa, Samuel terminó su trabajo y produjo dos copias, una para entregar a don Javier y la otra para leerla en el escenario, pues a pesar de su habilidad, su memoria no le ayudaba y jamás había logrado memorizar ningún poema.

         Esa misma tarde, en el camino a la preparatoria, Samuel se topó con Ángel, quien de la mano de Alejandra caminaba también a la escuela. Los muchachos platicaron de sus versos. Samuel mostró a la pareja las diez hojas de deslumbrante papel dorado donde plasmados habían quedado su romance. Ángel, quien había escrito una décima en la que hablaba de las virtudes griegas, intuyó la superioridad del poema de su amigo y supo que este año el primer lugar sin duda lo ganaría su vecino. Nada podía hacer su modesta décima contra el formidable romance de Samuel. Se le ocurrió entonces llevar a cabo un ardid para que Samuel fracasara. Lo platicó con Alejandra, quien siempre fiel a su novio, consintió en lle­varlo a cabo el día del concurso.

         Se llenó el solemne teatro para presenciar el concurso de poesía de la Castilla. Aunque los alumnos de la escuela iban supuestamente obligados por los profesores, todos fueron por su gusto, y la señalada rivalidad que había entre los presuntos ganadores motivó a muchos de los vecinos y amigos que los seguían en el frontón a acudir al dignísimo recinto cordobés. Bien sabía el maestro don Javier de la rivalidad entre los mozos y había esperado con ansia el concurso. Fungiendo como juez único y absoluto, y habiendo ya leído los poemas que había recibido el día anterior de manos de sus sus alumnos, no le que­daba duda de que el ganador de este año sería Samuel. La historia del seminarista y de los legendarios túneles que según el cuento del muchacho caprichosamente surcaban las entrañas de Córdoba, era elegante, fantástica y digna de recordarse.

         Se llegó el momento de iniciar la liza. Tocó por suerte a Ángel y Sa­muel ser los dos últimos concursantes, aspecto éste que agradó a todos los presentes, pues incrementó las expectativas del público y del mismo don Javier. Pisaron primero el estrado nueve o diez alumnos que recitaron poesía de todo tipo, aunque poco memorable. Quedaban solamente los dos favoritos, y pidió el maestro a Ángel que pasara. En su décima cantó el muchacho de la esperanza que él tenía de que todos nuestros semejantes ejercieran las virtudes y enseñan­zas de los griegos para que así, el mundo fuese un mejor lugar. Su último verso rezaba, "viva siempre mi esperanza", rimaba perfectamente con las palabras "tem­planza" y "balanza", con las que cerraban otros versos y fue seguido por un gran aplauso. Después de agradecer al público su merecido reconocimiento, Ángel procedió a sentarse en la primera fila, en un sitio para él reservado.

         Mucho le sorprendió a Samuel el recibir la visita de Alejandra en los obscu­ros pasillos que se encontraban detrás del escenario, unos minutos antes de pasar al frente. La joven dijo estar ahí en búsqueda de Ángel, a quien quería desearle buena suerte, pero al no hallarlo, se había tropezado con Samuel, quien hojeaba las cuarti­llas de su romance. El olor a humedad, tan típico de esas latitudes, inundaba el ambiente. Dijo entonces Alejandra, "Me fascina el papel que usaste para tu romance. Tiene un cierto brillo que semeja al del oro, que nunca había yo visto. ¿Me das permiso de tocarlo?" Incapaz de negarle nada a la guapísima muchacha, Samuel le en­tregó el manuscrito. En ese momento, Alejandra tropezó, haciendo volar las cuarti­llas por el aire. "¡Qué torpeza la mía!," exclamó la hermosa moza, quien ayudó a Samuel a recoger las lustrosas hojas. Y mientras Samuel se incorporaba, no sin gran maña reemplazó Alejandra la última hoja del romance con otra de un papel también dorado, muy parecido al de Samuel, y que escondida traía en su bolsa. Confiaba que con la obscuridad imperante, Samuel no se percata­ría del engaño. Se disculpó y se dirigió a su asiento, mientras que Samuel, un poco exaltado aun, salió al entablado, donde inició su recitación.

         La historia del seminarista que verso a verso y con resuelto paso refería Samuel cautivó a todos los asistentes. Sin embargo, al llegar a la última cuartilla, el joven poeta palideció y ti­tubeó. ¡No era suya esa hoja! En su lugar había una de un papel también amarillento y esplendente, aunque un poco más clara y llena de garabatos. Dirigió Samuel una angustiosa mirada a don Javier y al público, como pidiendo ayuda. Buscó apoyo en Ángel, su amigo de siempre. Vio entonces, asomado en el bolsillo de la camisa de Ángel, un pedazo del inconfundible papel dorado que indudablemente era la úl­tima de sus cuartillas. Con tristeza vio entonces las crueles y burlonas sonrisas dibujadas en los rostros de Ángel y Alejandra, gestos inequívocos de su alevosa traición.

         Don Javier, asombrado, esperó unos momentos, pensando intervenir. Se­gún las inquebrantables reglas por él dictadas, no era permitido a nadie titubear y mucho menos parar del todo cuando se leía un poema. Y cualquier alumno que no reci­taba lo que había escrito, era descalificado. Era por esta rígida medida que el profesor solicitaba una copia de los poemas por adelantado. Pero siguiendo don Javier con su mirada la de Samuel, vio también en el bolsillo de Ángel el delator pedazo de centelleante papel, así como en la cara del joven la tan socarrona sonrisa y burlones aspavientos que en ese momento acentuaban su maldad.

         Samuel, comprendiendo en un breve y tristísimo momento la traición del amigo, siguió adelante. Arrojando deliberadamente sus cuartillas al suelo, y sin que el maestro lo detuviese, improvisó el final del romance, violando así una de las inexorables reglas de don Javier. En una imprevista y muy cambiada conclusión a su luengo poema, el amigo a quien el seminarista ayudaba terminaba traicionán­dolo y denunciándolo al abad. El seminarista, aunque muy decepcionado, lo perdonaba. Los últimos versos del espontáneo final fueron, "Y supo el semina­rista/que para sentir la paz/una muy grande virtud/es el saber perdonar".

         El primer aplauso fue el de don Javier. Las palmas de todo el Pedro Díaz se prolongaron por varios minutos. Mas un grandísimo conflicto se le presentó al maestro en su estricto corazón de juez. Repasó su vida. No recordaba nunca el haber cambiado en ninguna de sus convicciones. Jamás lo hizo de joven en su siempre añorada Castilla, ni tampoco en sus años de madurez en Córdoba.

         Samuel agradeció los aplausos del público y tomó el asiento que tenía reser­vado junto a Ángel. Lo único que le dijo fue, "El perdón fue para ti, amigo." Una lágrima arrepentida brotó de los ojos de Ángel, mientras que don Javier anunciaba que el Romance del Seminarista era la ganadora de esa noche y que le otorgaba el Premio de Castilla como la mejor poesía en la historia de la escuela.


[1] Incluido en la Antología del Cuento de Córdoba, Veracruz, México, 2016