El Corazón de Diamantes

Cuento que dedico a mi querida hija Annie, en su cumpleaños


Era aquella una preciosa costumbre adoptada en la comarca desde que sus primeros pobladores pisaran su recóndito y escabroso suelo en épocas cuyos históricos detalles hoy son difíciles de encontrar en la inmensa, difusa e inefable lontananza de los siglos. Desde tiempo inmemorial, era la costumbre de los matrimonios que ahí residían celebrar la inapreciable bendición de poder presenciar el trigésimo cumpleaños de su hija con un gran banquete que incluía la muy peculiar presentación de un regalo por parte de los padres. De acuerdo con la añosa y nunca ignorada tradición que regía tan especial ágape, la hija debería adivinar el significado metafórico del obsequio. Lejos de tratarse de una insuperable prueba, tan entrañable ejercicio propiciaba la oportunidad de que la familia y sus allegados pasaran unos memorables momentos. Con ese fin, en el banquete, la hija tendría la oportunidad de proporcionar tres respuestas describiendo los posibles simbolismos de la ofrenda de sus progenitores.

Muchos lugareños afirmaban que adivinar correctamente el sentido especial del obsequio era un buen presagio. Si la chica acertaba en su primer intento, no cabría la menor duda de que ella siempre tendría muy buena suerte. También se aseguraba que si estuviera en lo correcto al ofrecer su segunda respuesta, ella sería muy rica y podría vivir en la abundancia. Era incuestionable que quien acertaran a la tercera, sería por siempre inmensamente feliz. Esos eran los tres augurios: la buena suerte, la riqueza, y la felicidad.

¿Y qué establecía la tradición si después de tres oportunidades, la agraciada no había acertado en ninguna de sus respuestas? Era ello muy común, y nada grave sucedía. De cualquier forma, la chica se quedaba con su obsequio, con la condición de que ella misma organizara un nuevo banquete en el que recibiría otras tres oportunidades de discernir el mensaje especial con el que sus padres le entregaban su presente.

Aunque algunos de los habitantes no prestaran la menor atención a las supersticiones ni creyeran jamás en las premoniciones ni augurio alguno, estaba entendido que por el hecho de haber sido invitados al banquete treintañero, en esa velada todos los convidados pretenderían creer en los buenos auspicios que el divertido interrogatorio seguramente habría de revelar.

Los padres de la festejada estaban llamados a escribir en una carta el especial simbolismo de su obsequio para así poder comprobar a sus invitados que su hija había pasado la siempre tan animada prueba. Alguno de los mayores estaba a cargo de leer tal misiva después de que la chica abriera su obsequio y proporcionara tres explicaciones de lo que ella pensaba que metafóricamente significaba. Si el lector determinaba que la chica no había logrado acertar con ninguna de sus conjeturas, le pedía a la cumpleañera que abandonara el recinto momentáneamente, para así informar a los comensales qué era lo que los padres habían querido comunicar a su hija. Todos se comprometían formalmente preservar el secreto para que así, en la próxima fiesta, hubiera también un gran suspenso. Se decía que jamás alma alguna había faltado al solemne voto de silencio impuesto por la rigurosa costumbre en estas ocasiones.

Los orgullosos padres jugaban un importante y estratégico papel, por lo que tomaban muy en serio la tarea de escoger el regalo y su simbolismo. Eran conscientes de que este último debería tener sentido, sin por ello ser demasiado elemental o aparente. Después de todo, la mayoría de las parejas deseaban que hubiera una segunda fiesta para volver a celebrar los treinta años de su hija, y harían el intento de que su especial mensaje no fuese fácilmente discernible. Sin embargo, sería imperdonable ante los ojos de la familia y de toda la sociedad que su misiva fuese indescifrable o no tuviese nada que ver con el obsequio.

Anilú se llamaba la chica que muy pronto contaría sus primeros treinta años. Ansiaba vehementemente que llegase la fecha de su celebración. Últimamente, algunas de sus contemporáneas habían tenido la dicha de ser homenajeadas. Una de ellas recibió un bello collar adornado con conchas de plata. La otra, un viaje al extranjero. En una reciente cena, a una de sus primas le habían obsequiado la más completa colección de libros de poesía castellana. Ninguna de ellas logró discernir el gran mensaje de sus padres, y se encontraban ya planeando su segundo banquete. Sin jamás externarlo, pues sabía que ello constituiría una conducta sumamente reprobable, Anilú llevaba meses preguntándose cuál sería el regalo de sus padres y si, después de verlo, ella lograría adivinar su emblemático simbolismo.  

Pasaron los días, y al fin se llegó la hora. Sin jamás mentir, el calendario revelaba que este era el día que todos esperaban. Anilú se veía radiante esa noche. Vestía un refinado vestido floreado que realzaba su juvenil lozanía y aventajada hermosura. Con la gran simpatía que siempre la caracterizó, dio la bienvenida a cada uno de los invitados.

La animada cena inició con una sentida oración de acción de gracias cuyas primeras palabras fueron pronunciadas por la madre de Anilú, pero que fue terminada por su padre. Anilú pensó que esta forma de decir la plegaria había sido bastante peculiar, pues en su familia, quien la empezaba, invariablemente la terminaba. Jamás esta tan digna y honrosa responsabilidad había sido compartida. La homenajeada se hallaba también gratamente sorprendida por la decoración de la estancia. Sus padres habían apagado todas las luces, pero habían encendido varias docenas de velas que habían instalado en la amplia mesa del comedor y caprichosamente, en las mesillas de descanso, en algún nicho, en los alféizares de las ventanas y por muchos otros rincones. Las candelas se aglomeraban en una pletórica, irregular y muy acogedora selva de vacilantes llamas perfumadas que emitían exóticos aromas a frutas y bosque e irradiaban profusos y relucientes matices. Alguien comentó que las erguidas y humeantes velas se asemejaban a silenciosos, gallardos y muy atentos centinelas que cuidaban de la paz y felicidad tan manifiesta en esa tan notable y memorable ocasión.

Una de las abuelas de Anilú, la más joven, llevó el pastel de cumpleaños a la gran mesa. Era redondo, con una mitad recubierta de blanco, mientras que la otra vestía los contrastantes tonos de un profundo y acentuado azul turquesa.

­–Nuestras veneradas tradiciones nos dictan que el orgulloso padre de la treintañera sea quien parta pastel por la mitad ­–anunció el Padre de Anilú mientras esgrimía un pequeño y ricamente adornado cuchillo pastelero–. Anilú, con tu amable permiso y el de nuestros dilectos invitados, he decidido partirlo con la ayuda de tu madre.

«¿Pero por qué en lugar de terminar de cortar el pastel por sí solo, mi padre lo hace con la ayuda de mi madre? ¡Qué extraño y misterioso es todo esto!», pensó Anilú, mientras sus padres cortaban el apetecible y muy pintoresco pastel. Su esfuerzo y delicadeza resultaron en un muy preciso tajo que fue premiado por las alentadoras palmas de los comensales.

Además de la Abuela Joven, que era así como se le conocía en la familia, entre los presentes estaban también los otros abuelos de Anilú. El abuelo de edad más avanzada, a quienes todos llamaban el ‘Abuelo Mayor’, contaba ya 96 años y disfrutaba de una excelente salud que se veía reflejada en su permanente buen humor y no menos excelente disposición. ¡Nunca faltaba alguna de sus ocurrencias en las reuniones familiares!

–¡Se ha llegado el más esperado momento! –gritó con una muy sonora voz de barítono el Abuelo Mayor, muy jacarandoso después de consumir una generosa porción del pastel– ¡Se ha llegado la hora del juego del discernimiento, que así lo llaman los eruditos y también quienes a pesar de casi arañar el centenario no hemos conseguido serlo! Pero primero tenemos que ver el regalo. ¡Que lo traigan!

–Esto es lo que tus padres te obsequiamos en esta tan notable y entrañable fecha –dijo a Anilú su padre mientras caminaba hacia la mesa cargando una aparatosa caja de cartón que había sido meticulosamente forrada con un papel de muy vistosos y contrastantes tonos y coronada por un gigantesco moño multicolor.

Aquejada por unas ansias que le parecían imposibles de dominar, Anilú abrió el paquete. Para su sorpresa, encontró otra caja dentro de la más grande. La nueva caja estaba igualmente adornada.

–Me imagino que tendré que abrir cinco o seis cajas antes de llegar a mi regalo –exclamó, soltando luego una sonora y jubilosa carcajada que la concurrencia festejó con igual regocijo.

Anilú erró en su pronóstico: tuvo que desenvolver y deshacerse de ocho paquetes antes de llegar al último, que resultó ser un fino estuche rectangular de selectísima madera tallada por magistrales manos artesanas. La treintañera vaciló en forma perceptible, pero por fin lo abrió para mostrar un bellísimo corazón que, con docenas de finos diamantes, parecía sonreír a la hermosa muchacha. La chica admiró la espectacular joya, enmudecida. Los comensales eran partícipes de su sorpresa y disfrutaban enormemente del memorable y enternecedor momento. Transcurrieron unos instantes de gran expectativa.

–¡Pero es que es hermosísimo! ¡Qué forma de resplandecer! ­–afirmó Anilú, mientras mostraba a todos el corazón de diamantes que en su delicada mano sostenía. Ni sus labios, esa noche ataviados de un bravísimo color rojo carmesí, ni sus obscuras cejas arqueadas en un ternísimo gesto de asombro, ni sus suaves ojos negros, ni su enternecedor ceño fueron capaces de ocultar la intensa y recóndita emoción que llenaba plenamente su noble y joven espíritu.

Firmemente sujetos al cuerpo del corazón de oro blanco, los espléndidos diamantes centelleaban como solo lo pueden hacer las más finas joyas. Asombrosamente, multiplicaban el brillo de las incontables candelas que esa feliz noche moraban en cada rincón de la vetusta estancia.

Con gran admiración, los convidados al banquete pronunciaron amables y cariñosas palabras. Resaltaron la rara y exquisita belleza del deslumbrante corazón de diamantes, que siempre fiel a su cometido, continuaba despidiendo con incansable e incesante generosidad, asiduidad y denodado empeño innumerables haces de blanquísima luz que no dejaban de bañar a todos los ahí reunidos con matices de pletórica alegría.

–Es la hora de las tres conjeturas, corazonadas o hipótesis, que con cualquiera de estas voces te podrás referir a ellas, Anilú –interrumpió el Abuelo Mayor, haciendo honor a su reputación de utilizar palabras elegantes y a veces, un poco rebuscadas–. Por ser el más viejo, me corresponde el inmenso honor, raro gozo y señalado privilegio de preguntarte cuál crees que sea el simbolismo del bellísimo obsequio de tus padres. Pero antes, yo quisiera desviarme poco del vetusto y muy añoso protocolo que nos rige, y pedirle al Abuelo Joven que él también participe. Mi querido consuegro, ¿Podrías tú hacerte cargo de una o dos de las conjeturas?

–Pero por supuesto, Abuelo Mayor. Para algo hemos de servir los viejos, aunque yo no lo sea tanto como tú –. Contestó el interpelado, arrancando risas y aplausos a la amable concurrencia.

–¡Que yo no te llevo tantos años, hombre! Y eso de Abuelo Joven nunca te ha sentado bien –replicó con gracia, el Abuelo Mayor.

Esbozando sonrisas de aprobación, los presentes disfrutaban del jocoso intercambio.

–Mira, Anilú –prosiguió el Abuelo Mayor, apuntando con sus regordetes dedos a un nicho en la pared en el que tranquilamente reposaba un sobre lacrado–, después de que nos digas cuáles son tus tres suposiciones, tu abuelo y yo leeremos en silencio lo que tus padres escribieron en la carta que se encuentra en ese sobre. Haremos luego el pronunciamiento más esperado de la noche y haremos saber a todos si lo que nos dijiste fue lo correcto. Empecemos, hija. ¿Cuál crees que sea el simbolismo del corazón de diamantes?

–Con las velas y los miles de reflejos de los brillantes, mis padres me dicen que en su corazón siempre habrá una luz para mí, a lo cual yo correspondo, pues en el mío, habrá otra para ellos. Yo veo también rayos de esplendorosa luz que, yendo en todos los ángulos y direcciones, son capaces de iluminar el más escondido rincón de la casa. Con eso sé que el amor y los consejos de mis padres siempre servirán de guía en mi vida, vaya donde vaya, y haga lo que haga.

Todos aplaudieron, mientras que los padres de Anilú guardaban un respetuoso silencio tal y como lo estipulaban las centenarias costumbres que regían las vidas de quienes tenían la envidiable fortuna de contarse entre los pobladores de la antigua comarca.

–Anilú, creo que ya nos has dado dos respuestas –exclamó con una tenue y emocionada voz y palpable emoción el Abuelo Joven–: primeramente, dijiste que, así como esas piedras preciosas relucen con fantásticos matices, en los corazones de tus padres siempre habrá una luz brillando para ti, y que hay otra que desde el tuyo lo hace para ellos.

Los comensales profirieron exclamaciones de apoyo.

–Y la segunda, que ellos siempre te han de guiar en tu camino –instó el Abuelo Joven, con una palpable turbación–. También ello se aplica a los corazones de tus abuelos, que muchísimo te queremos. Espléndidas respuestas fueron ambas, Anilú, y solamente tus padres saben si han sido las correctas. ¿Crees que haya algún otro símbolo en el corazón de diamantes?

–Mira, Abuelo Joven ­–replicó Anilú, también con visible sentimiento–, sé que el mensaje de mis padres pudiera haber sido que ellos me quieren incondicionalmente, pero supongo que eso hubiera sido demasiado directo. La tradición nos dice que debo pensar en algo más elaborado y trascendental. ¡Después de todo, esa bella flor ha de ser difícil de deshojar!

–Bonita metáfora, Anilú, pero mi consejo es que no hagas el menor caso de esas empolvadas costumbres que para muy poco sirven –irrumpió con ahínco la Abuela Joven, que no perdía la oportunidad de que su potentísima voz se oyera en todas las reuniones familiares–. ¡Ya es hora de modernizarnos! Nos acabas de dar una excelente respuesta. ¡Que no se diga más!

–No por ser tan antiguas han de estar equivocadas nuestras arraigadas costumbres, Amorcito –contestó el Abuelo Joven –. Estoy seguro, además, de que los padres de Anilú han honrado las reglas del juego. No sabemos qué escribieron, pero te aseguro que es algo que va más allá de un sencillo ‘Te queremos mucho’, por más sentido y sincero que este pudiese ser.

­–Pues tampoco yo –arguyó la Abuela Mayor–. Yo no le pondría la menor atención a ningún hábito, costumbre, reglamento, tradición, usanza, rito o como el Abuelo Mayor le quiera llamar con ese florido lenguaje al que nos tiene acostumbrados y que a veces, ni él mismo alcanza a entender. Recuerda que lo que decimos las abuelas es la ley. Si no me crees, pregúntale a tu abuelo.

–Todos saben que así es, Vida –aceptó el aludido, no sin mostrar una amplia sonrisa.

­–Celebro que lo reconozcas –siguió la Abuela Mayor –, y te voy a dar una ayudadita, Anilú, para que siga el juego de las conjeturas y las adivinanzas. Quizás lo que deberías decir es que tu corazón es tan limpio y reluciente que brilla tanto como esos deslumbrantes diamantes.

–Mucho agradezco tu intervención, Abuela Mayor, y todos sabemos quién lleva las riendas en la familia–contestó Anilú, ante la complacencia de los ahí reunidos–, pero no sería propio para mí decir algo tan bonito de mí misma. No... Algo me han querido anunciar mis padres cuando rompieron con las ancestrales tradiciones de la familia y se ayudaron al rezar la oración de acción de gracias. Eso no lo había yo presenciado jamás. Además, Abuela, hicieron ellos lo mismo al partir entre ambos el sabroso pastel. Considero también que el pastel no se decoró con mi color favorito, sino con los de mis padres: blanco y turquesa, mitad y mitad. ¡Qué interesante me parece!

–Dinos, entonces, qué te quisieron decir con ello ­–le preguntó el Abuelo Joven.

–Veo dos mitades en ese corazón que representan la hermosa unión del amor de mis padres. Las dos grandes rebanadas son igualmente relucientes y están dotadas de una muy similar belleza que brilla para todos sus hijos a un mismo tiempo y en forma muy especial.

–Gracias, Anilú, por tus sentidas respuestas –indicó el Abuelo Joven.

–Tráiganme por favor el sobre. Y si alguien viera mis anteojos, pues también lo agradecería –profirió el Abuelo Mayor.

­–Debo advertirte que los anteojos los tienes puestos, Abuelo Mayor –dijo el Abuelo Joven después de menear la cabeza jocosamente, en señal de incredulidad, al tiempo el Abuelo Mayor tomaba el sobre que alguien le llevaba.

–Muy apropiada, astuta e inteligente, aunque no muy amable, fue esa aseveración, Abuelo Joven –contestó el Abuelo Mayor, irónica pero jocosamente, mientras rompía la lacra del elegante sobre–. Leeré ahora la misiva de tus padres, Anilú, para verificar si alguna de tus conjeturas ha sido certera. Hará luego lo propio el Abuelo Joven. Espero que nuestros respectivos dictámenes coincidan.

­–¿Cuándo hemos diferido en algo, Compadre? –contestó el Abuelo Joven, con ironía, sin duda aludiendo a siempre las aguerridas y ya legendarias discusiones de política entre los abuelos.

El Abuelo Mayor miró de soslayo al otro abuelo, y leyó el mensaje. Con una sonrisa, aunque sin pronunciar palabra alguna, le entregó la misiva al Abuelo Joven, quien la leyó detenidamente. Los huéspedes presenciaban la escena con una gran expectativa. Pasados un par de momentos, los abuelos se vieron a la cara y asintieron. Ambos parecían estar muy conmovidos.

–Te suplico que seas tú quien lo lea, Abuelo Mayor. No creo poder hacerlo sin que esta rara emoción que se ha adueñado de mi corazón me venza –sugirió el Abuelo Joven, cuyo compungido rostro reflejaba insondables sentimientos.

­–Lo intentaré, aunque nada de malo tiene que alguien se muestre conmovido –replicó el Abuelo Mayor, mientras se ajustaba sus distintivos anteojos, tratando inútilmente de ocultar su visible emoción.  

El simple hecho de que el Abuelo Mayor procediera a leer el documento sin pedir a Anilú que abandonara temporalmente la estancia fue una inequívoca señal de que su nieta había acertado cuando menos en alguna de sus conjeturas. Los asistentes así lo intuyeron, y aplaudieron con ardiente entusiasmo.

El Abuelo Mayor procedió a leer el mensaje, hazaña apenas pudo conseguir dados los hasta entonces inéditos sentimientos y emociones que se habían anidado en lo más profundo de su ser. La misiva estaba escrita en forma de soneto.

–¡Treinta años celebramos, hija mía! 

Tres décadas de dicha que han pasado

con la luz que es tenerte a nuestro lado.

¡Esa luz que nos da tanta alegría!


Que el amor de tus padres sea tu guía:

ese amor que por ti es ilimitado,

ese amor que por siempre te hemos dado,

y por ti, ha de brotar en gran cuantía.

 

¡Dos mitades te muestra el corazón! 

Escucha en una, latidos de tu madre

y en la otra, el gozo de tu padre.

 

No pienses que te falta la razón 

si ves dos corazones, que abrazados,

hoy celebran tu vida, alborozados.


­Los invitados aplaudieron, con manifiesta dicha y no menos genuina apreciación.

–¡Bella, elegante y sublime es nuestra lengua castellana, que nos permite disfrutar de esos hermosísimos versos! Tengo a bien dar fe de que no habrá necesidad de un segundo banquete –dijo el Abuelo Mayor, emotivamente–. Hablaste de la luz, Anilú, y el magnífico soneto así lo asevera en su primer cuarteto.

–Así como también has acertado en tu segunda conjetura –secundó la Abuela Mayor–. Nos has dicho que el amor de tus padres ha de ser tu guía, lo que a su vez narran los versos.

–Estoy tan conmovido, que las palabras me faltan –terció el Abuelo Joven, con un patente y sobrecogedor temblor en la voz que lo obligó a tomar una ligerísima pausa–. Yo creo que tu tercera afirmación fue también muy certera, ya que nos dijiste que veías un corazón con dos mitades iguales. En todos mis años, que son ya muchos, jamás había visto a nadie que le atinara a un mensaje tan complejo y sublime como lo es el de tus padres. Me pregunto qué quiere decir que hayas acertado las tres veces.

–Adivinaste a la primera­, Anilú –aseguró la Abuela Mayor–. Es ese un augurio de que has de tener muy buena suerte. Es de todos sabido que jamás he creído yo en presagios, agüeros, premoniciones, supersticiones, ni en ninguno de todos esos disparates, pero hoy, sí que lo hago.

­–Tu segunda respuesta fue también correcta, hija querida –opinó la Abuela Joven–. Eso quiere decir que serás muy rica. ¡Claro que sí! Así lo aseguro, pues yo sí le tengo mucha fe a los presagios. Fíjate que nunca me ha fallado ninguno.

Muchos celebraron con francas voces y risas la simpática ocurrencia de la señora.

–¿Y qué infieres, Anilú, dado que tu tercer discernimiento fue tan bello y poético como preciso? –preguntó el Abuelo Mayor.

­–La vieja tradición nos dice que yo he de ser feliz como lo soy ahora –explicó alegremente Anilú, radiante de alegría–. Gracias por el regalo, Papá y Mamá, pero a esa conclusión yo había llegado desde hace muchos años: No es necesario ningún presagio para confirmar que con los padres que tengo, soy la hija más dichosa y bendecida de todo el mundo.