Las pelotas de béisbol: recordando a mi papá


Se cumplieron hace unos días, seis meses de que falleciera mi papá a sus 92 años y medio. Aunque la vida es siempre precaria, y más para un nonagenario, no puedo negar que su partida nos tomó por sorpresa. Un amigo mío bien apuntó que el luto es como una espiral que castiga formidablemente en un principio y que gira erráticamente, en algunas ocasiones más lastimosamente que en otras, y que los instantes de tristeza profunda surgen a veces inesperadamente, motivados por la asociación de algún momento que trae vívidos recuerdos de aquellos tiempos ya vividos. También es cierto que los instantes de resignación son muchos y la aceptación de su ausencia, con la consiguiente paz, siempre se agradecen.  

Siempre muy devota y creyente, con fe que frecuentemente envidio, Gladys ha sido un permanente, sólido y más que invaluable apoyo para mí en todos los momentos difíciles. Bien sabe ella que yo aprovecho los sagrados momentos de la consagración del pan y el vino en misa para enviar un saludo a mis papás, pues según la bellísima tradición y enseñanza católica de la Comunión de los Santos, en ese especial momento el cielo y la tierra se funden en un solo tiempo y espacio. Así, cuando el sacerdote levanta el pan y muchos de los feligreses de mi parroquia contestan en voz baja, “Señor Mío y Dios Mío”, muy al estilo de mi madre, yo aprovecho para un breve saludo a mis papás. Lo mismo hago durante la elevación del vino. 

Hace un par de semanas mi compañera de siempre me invitó a que con fe le pidiera a mi papá que de alguna forma se hiciera presente. Aclaro que no soy yo de los que escuchan voces ni mensajes de nuestros seres queridos que han partido. Quisiera comentarles qué fue lo que sucedió.  

Entre los trofeos que mi papá conservaba de sus tiempos de deportista estaban una pesadísima pala de madera con la que jugaba a la pelota en casa de Chucho Salazar, un amigo español en cuya casa se había construido un improvisado frontón techado. Chucho se había abocado a las tareas de construir el frontón y de traer varias palas desde España, mismas que regaló a sus amigos. La pared trasera del frontón estaba descuadrada por seguir la inexacta geometría de la Avenida 5, misma que no era perfectamente paralela al frontis de la cancha en que tantas tardes se divirtieran primeramente mi papá con sus amigos.

Otros objetos apreciadísimos por mi papá lo fueron su traje de béisbol del equipo 22 de Agosto, en donde por muchos años brilló cuidando de la primera base bajo el mando del inolvidable Domingo Setién. El traje no logró sobrevivir ni los embates del tiempo y menos los de la perniciosa, nociva e incansable humedad que habita en todas las casas de la comarca y de la que ocasionalmente paradójicamente nos orgullecemos los cordobeses. Con tristeza relataba mi papá el día en que tuvo que deshacerse del heroico atuendo, por haber quedado ya inservible. Guardaba también mi papá su mitena, que así le dicen en Veracruz al guante que utiliza el primera base, a diferencia de la mascota, que es el guante del cátcher (receptor, como últimamente se le ha empezado a llamar en castellano).  Los otros jugadores usan simplemente “guantes”, aunque de distintos tamaños y geometrías, según su posición en el terreno de juego. Muchas veces relató mi papá el cuidado que le ponía a su mitena, desde el limpiarla y ajustar sus correas hasta aceitarla, para que se conservara en óptimas condiciones. El viejo guante existía aun hasta hace poco, aunque en bastante mal estado. Tan importantes como la pala, su traje y su mitena lo eran recortes de periódico donde se resaltaban las hazañas de la novena del 22 de Agosto y los éxitos de mi papá, quien como tercer bateador, era pieza clave en la ofensiva de aquel formidable equipo. Varios eran los relatos de mi papá y floridas fueron sus descripciones de los viajes que hicieron en aquellos lejanos tiempos a exóticos e improvisados campos que se encontraban en varios rincones de Córdoba e inclusive, en algunas ciudades veracruzanas. Aunque el equipo jugaba en casa en el vetusto y siempre recordado Parque Ruperto, casa de los inolvidables Cafeteros de Córdoba, algunos otros campos carecían de las tradicionales bardas en los jardines. Así, algunos diamantes beisboleros podrían estar delimitados por verdes plantíos de caña, por prados en los que tranquilas pacían algunas distraídas vacas absortas en su inacabable búsqueda de delicioso pasto, o por gigantescos árboles que arbitrariamente, dispersados por la sapientísima mano de la naturaleza, poblaban los recónditos confines del lugar. Había también guardado mi papá varias pelotas de béisbol de aquellos tiempos a las cuales él les tenía mucho afecto, y de las que hace muchos años me regalara una, misma que hace tiempo traje a San Antonio y a la que, por supuesto, guardo un especial cariño. 

Creo que es preciso poner un fin a los recuerdos y relatar los sucesos acaecidos hace un par de semanas. Como bien saben, Gladys y yo por fin terminamos de construir su casa/estudio, por lo que nos hemos dedicado a llevar de nuestra casa al nuevo taller su equipo de pintura, sus eclécticos marcos y blanquecinos lienzos, su exquisita biblioteca, sus atriles gigantes que tuvimos que cuidadosamente desarmar y volver a reacomodar, y todo lo demás que pertenece a un espacio de trabajo de un pintor y que ha encontrado un nuevo y más apropiado hogar. Ardua y paulatina ha sido la tarea, pues el nuevo estudio está localizado a un par de millas de la casa. El jueves por la tarde de aquella semana me enseñó Gladys una pelota de béisbol que había encontrado al revisar el contenido de una de sus cajas guardadas en su taller aquí nuestra casa. Aunque no creo que haya sido la de mi papá, me trajo recuerdos de haberla usado para “doblarnos” con mis hijos. El término “doblarse”, cuando menos en Veracruz, significa lanzar una pelota de béisbol entre dos jugadores, empezando a una corta distancia y a veces alejándose gradualmente uno del otro. Se hacen tiros rectos o se le puede impartir un poco de efecto a la pelota;  también se pueden lanzar los llamados “globos”, que describen una característica parábola en el aire. Con los “globos” se puede intentar hacer un tiro preciso que apunte al guante del compañero, o tirarlo estratégicamente para que el amigo deba correr para poder atraparlo. Lo cierto es que además de esos recuerdos con mis hijos, la pelota me hizo presente inolvidables momentos que pasé con mi papá, ya sea “doblándonos” o presenciando un partido de béisbol por televisión o en persona, en el estadio Beisborama de Córdoba, acompañados siempre por su viejo amigo Cler y sentados en las tribunas de la tercera base.

El viernes de esa misma semana vinieron de visita Rafa y Roxanna, desde Houston.  Rafa aprovecha cada viaje para revisar las muchas cajas que guarda en nuestro garage y que contienen variados tesoros tales como cuentos del Hombre Araña y otros héroes, además de más de un muñeco de Godzilla y otros espectaculares monstruos que aunque tan terribles y formidables como ese gigantesco, ciclópeo e indomable dragón quizás no pudieran poder presumir de su envidiable fama, reputación y espectacular trayectoria.  Estaba yo aquí en casa cuando llegó Rafa con un sorprendente hallazgo: otra pelota de béisbol que había encontrado en una caja, y que a diferencia de la que se mencionó hace poco, era la de mi papá. Me emocionó mucho el verla y ante la reacción de Rafa, inmediatamente se la ofrecí. Aunque dudando si mejor dejármela, se la llevó a Houston donde ahora esa pelota está cerca del estadio de los Astros, equipo a que acompañé a ver a mi papá ya muchos años en el antiguo Astrodome, en un partido creo que contra los Piratas de Pittsburgh. Aunque no recuerdo los detalles, fue esta una experiencia que jamás olvidó mi papá; siempre platicaba del rico hotdog del que disfrutó y de quiénes habían pichado en aquella ocasión.

Mucho me hicieron pensar en mi papá los dos hallazgos, cuando al día siguiente, en uno de los cotidianos viajes al nuevo estudio de pintura, encontró Gladys al pie de la barda otra pelota de béisbol. A diferencia de las otras, esta era prácticamente nueva, aun con el brillo que caracteriza su blanco forro, con brillosas costuras rojas, y con la reluciente marca de la más famosa compañía que las fabrica: “Rawlings”. Siempre me llamó la atención la similitud entre tal marca y el nombre de mi papá, Rául. Olvidemos por un momento la correcta pronunciación en inglés, en la que el sonido de la combinación “aw” más bien parece una O que ni siquiera se conoce en castellano. La forma en que muchos enuncian la marca en español veracruzano es “Raulins”, y tal pronunciación siempre me ha recordado el nombre de mi papá, de mi hermano, y de mi sobrino.


Quienes conocieron a mi papá saben que tanto sus mayores logros como su más acendrada afición tuvieron que ver con los deportes. ¿Será coincidencia que un día después de que le pidiera que se hiciera presente apareciera la primera pelota? ¡Quizás! ¿O que al día siguiente Rafa encontrara la segunda? ¿Quién lo sabe? ¿O que tres días después, habíamos encontrado la última? ¡No lo sé! 

Lo que es irrefutable es que desde que aparecieron las tres pelotas de béisbol, me siento muy acompañado por ellos: mi papá y mi mamá. Me los imagino juntos, jóvenes, impensablemente felices, ilusionados. Veo a la Tere Sánchez rozagante, guapa, ilusionada, recatada y siempre buena que emocionados vemos en esas entrañables fotos de su viaje de recién casados. La veo escribiendo sus obras de teatro ya sea con su puño y letra y con su inimitable caligrafía o luego en aquella venerable máquina de escribir. Parece que oigo aún su sonora voz que me llama, “¡¡Ra-fa-el!!!”  Veo a Raúl Moras Junquera esbelto, siempre gachupín, trajeado y elegante, caminando veloz, alegre y confiado por alguna ancha calle de la Ciudad México. Lo veo de pantalón largo rematando despreocupada y gallardamente alguna pelota de frontón con su inconfundible estilo suelto, elegante y efectivo. Pero más veo a ambos pendientes ahora de nosotros, aunque ya sin preocupación alguna, plenamente libres de los deberes y tribulaciones de este mundo. Parece que oigo sus voces que tan presentes tengo, diciéndonos que todo valió la pena, que el amor incondicional que nos tuvieron y que hoy entendemos al ver crecer a nuestros hijos es patente y perdura, que nos escuchan y que interceden por nosotros, y que cuando llegue el momento, junto a nosotros estarán para que podamos también disfrutar con ellos, y esta vez para siempre, de la dicha sin límites que ellos ya conocen. ¡Que así sea!