El Mesón de Obed

 

Una novela de los

primeros cristianos

 

 Rafael Moras, Sr.

Copyright 2020

 

 

 

I

      “Quedan unas cuantas sillas en las bodegas inferiores. Pero pasa, por favor, al mesón. Me llamo Obed y estoy a tus órdenes,” dijo el dueño del mesón al caminante, quien cansado y hambriento después de una larga jornada, buscaba mitigar el hambre con algún refrigerio. El mesón estaba albergado en una cueva escarbada en la ladera de una de las colinas que adornaban el árido paisaje de la montaña galilea, en un pequeño poblado del que en nuestra época, más de veinte siglos después de que lo aquí narrado sucediera, no queda rastro alguno.

      Obed era un individuo de estatura promedio, con una gris y abundante barba y poco pelo. Portaba una amplísima y prominente barriga que según los imperantes rumores se debía a que el mesonero consumía todas las noches, después de cerrar el establecimiento, la comida que no se había vendido durante el día, dejando así limpias todas las cacerolas que se hubieran preparado.

      El visitante, que vestía la típica túnica de algodón que aquellos tiempos usaban los hebreos, tenía el cabello ensortijado y de claro color. Afanadamente cargaba un abultado saco. De unos treinta y tantos años, sus ojos de un penetrante color miel parecían delatar el hambre que sentía.

      “Gracias. Aunque vengo muy cansado, no veo por qué razón el ir a una cavidad inferior en tu agradable fonda vaya a ser jamás un problema,” contestó el corpulento caminante, quien a pesar de su gran estatura pensaba que sería muy interesante internarse por cualquier estrecho pasaje subterráneo y así poder explorar y admirar la rancia y añeja arquitectura de la magnífica fonda. La cava tenía varias naves subterráneas (“sisas”) que en forma caprichosa conformaban el entramado horadado en el cerro varias generaciones atrás.

      “Para pasar al mesón debes bajar primero por esta escalera que ves a mis espaldas. Lo que pasa es que el pasaje hacia las sisas de más abajo es mucho muy estrecho y el techo es aún más bajo,” replicó el mesonero. “A algunos de nuestros clientes no les agrada el trayecto. Yo creo que mis antepasados carecieron de la energía necesaria para arrancar a esta añeja colina una mayor cantidad de tierra. Pero pasa, amigo, que en unos momentos bajaré a atenderte. Después de atravesar el área a donde estos peldaños te llevarán, encontrarás otra escala por la que podrás bajar a la parte inferior del establecimiento. Allá abajo encontrarás dos naves: una, muy pequeña, que más bien parece un nicho, donde apenas si se puede sentar una persona dando la espalda a los demás, y la otra, un poco mayor, en donde hallarás una rústica mesa donde podrán sentarse varios comensales. Creo que el lugar solitario lo ocupa en estos momentos una mujer que siempre viene sola. Pero toma asiento en la mesa grande. ¡Adelante! Estoy seguro de que no tardarán en llegar más visitantes a quienes enviaré a acompañarte.”

      La antigüedad de la vetusta, añeja, inmemorial horadación que albergaba el mesón siempre fue un misterio tanto para sus dueños como para los habitantes del caserío. La tierra galilea había sido habitada por un sinnúmero de tribus “desde siempre”, según decían los locales. En esa histórica comarca, cuevas como la que nos ocupa, excavadas en las laderas de colinas y montículos, podían servir de viviendas, de bodegas que con un eficiente lagar podían producir un dulce y delicado vino, e inclusive, las de mayor tamaño, de fondas a donde acudían los cansados peregrinos a reconfortarse con algún sencillo pero nutritivo almuerzo que casi siempre consistía en alguna ensalada de verduras bañadas en el tradicional aceite de oliva que marca con sus inacabables y pertinaces bondades la región, alguna vianda como un dulcísimo dátil, una suculenta y reluciente granada o un rebosante y desbordado higo—rey indiscutible de las frutas en aquella época—y, por supuesto, el pescado.

      A pesar de la ocupación romana, la cueva seguía teniendo las dos funciones a las que la familia de Obed la había destinado ya por varias generaciones.  Desde un principio, su función fue la de fermentar vino, fruto de la uva que con tanto esfuerzo cultivaban Obed y sus vecinos. Eventualmente, la familia decidió destinar una buena porción del espacio ganado al monte como mesón. La bodega, que era en realidad una serie de huecos arrebatados al perdurable otero, había sido construida trabajosamente a base de excavar cantidades inmensas de piedra y tierra. A su entrada había una corroída y corpulenta puerta de madera gruesísima, con un típico enrejado y aleatorios agujeros que, en combinación con los respiraderos o “zarceras” al otro extremo de la cava, permitían la indispensable ventilación, necesaria para refrescar el aire que se enrarecía por la fermentación del vino. Al centenario portón seguía el cañón de entrada. Éste último constaba de una escalera por la que se bajaba a la parte principal de la bodega. La gradería estaba delineada por paredes de mampostería en donde se dibujaba el aleatorio patrón geométrico de las apesadumbradas piedras que la formaban, mismas que remataban en una bóveda que en algunos tramos revelaba prodigiosas lajas urdidas una con otra en indescriptibles y fantásticos patrones y en otros sitios una que otra viga de rotunda y orgullosa madera que parecía por siempre ser inmune al enajenante e implacable paso del tiempo. Este tipo de construcción era necesario cuando, al horadar la montaña, el arquitecto de la cava encontraba tierra arenosa. Así, era posible contener las paredes del cerro y prevenir letales derrumbes. Muchas otras bodegas contaban con techumbres “naturales” que no mostraban refuerzos. Esta clase de bodega surgía cuando el cerro en cuestión estaba formado de caliza, una muy sólida piedra.

      Más adentro se encontraban varias cavidades de muy buen tamaño, una de las cuales albergaba el lagar—la prensa de la uvas—y al fondo, la ceñida escalera por la que se descendía a las más profundas sisas del establecimiento.

      Un poco oprimido se sintió el comensal, cuyo nombre era Ancel, cuando tuvo que inclinarse notoriamente al bajar las escaleras que llevaban a las más recónditas naves del mesón. Ancel era mercader de telas, y rutinariamente viajaba de un poblado al otro en la antigua Galilea. De gran estatura y corpulencia, el atareado mercader conservaba íntegro su rizado cabello. Ancel era conocido como “el Abonero”, ya que raro era que vendiese sus géneros al contado. Más bien, su negocio era vender a plazos y recoger abonos semanalmente en sus cotidianos viajes por la comarca.

      Con su pesado bulto de mercancía a la espalda, y después de bajar con concienzuda maña primero por la escalera que iba del portón a la parte principal del mesón, y luego por los trece toscos e incómodos peldaños de la segunda gradería, llegó el abonero al retirado recinto donde ansiaba ya encontrar un asiento, por burdo y agreste que fuese, donde descansar.

      La bóveda inferior estaba pobremente iluminada por varias velas que colgaban de sus muros y otro par que descansaban sobre las mesas. A pesar del continuo quemar de la espesa y amarillenta cera de las veladoras, el aire de las cavas casi siempre era fresco y agradable gracias a la circulación del aire que generosamente permitían las zarceras que hábilmente construían sus arquitectos.

      Ancel vio primero a la mujer, que de espaldas y encarando una horadación en el longevo y venerable muro de la cava, se entretenía en comer, aunque muy poco dificultosamente, una suculenta y apetitosa granada. Muy a la usanza de la época, en la que era casi inexcusable que una mujer se dirigiera verbalmente a un desconocido, la comensal ignoró a Ancel y siguió disfrutando de su jugosa fruta. Ancel atravesó el pequeñísimo aposento y al final llegó a la cámara aledaña, donde un par de retorcidos troncos sostenían azarosa y precariamente unas pobres tablas de incierta procedencia dado que a su considerable edad era ya imposible identificar si eran de enebro, cedro, sicomoro, o de algún otro árbol propio de la región. Pensó Ancel que fácilmente habría lugar para otros cuatro o cinco clientes más. Y no tuvo que esperar mucho para apareciera el primero.

 

II

      Ancel, en forma por demás amable, invitó al hombre que surgiera de la escalinata a que se sentara a la mesa. Callado, de aspecto serio y reservado, el hombre le agradeció, asintiendo con un gesto silencioso. El hombre tomó asiento en el sitio aledaño a la pared de fondo de la cava. Tanto Ancel como el recién llegado vestían las sencillas túnicas tan propias de los pobres de aquella época, aunque la de Ancel era de algodón y la del caminante era de lino.

      El visitante era de estatura promedio, más bien delgado, con cabello y barba rizados y más negros que el mismo azabache. Parecía rayar en los cuarenta años, aunque podría ser unos cinco años más joven o mayor. Su perfil claramente semítico revelaba que sus orígenes no podían ser muy lejanos a la tierra galilea.

      Después de unos momentos de silencio, Ancel se dirigió a su compañero de mesa con el ánimo de entablar conversación pues se imaginaba que seguramente estarían departiendo en la bodega por un buen rato. En los últimos días, sin embargo, muchos de los judíos de aquella región trataban de evitar el conversar con desconocidos por el temor a las persecuciones de los romanos. Muchos temían que los acusaran de ser seguidores de aquel rabino que había sido crucificado, pues si llegaba a comprobarse su lealtad a la causa corrían un alto riesgo de ser condenados a sufrir la misma suerte del pacífico profeta que en los últimos tres años se había convertido en el líder del nuevo movimiento.

      “¿De dónde vienes? ¿Caminaste mucho para llegar a este pobre y desolado poblado que ni a nombre llega?”, preguntó Ancel, sin tener la certeza de que el desconocido tuviera deseos de entablar una conversación.

      “De lejos. He caminado mucho y estoy exhausto,” contestó el caminante.

      “Pues aquí se come bien. Verás que el tabernero realmente conoce su negocio.”

      “Bien, o mal, con esta hambre que me consume, creo que para mí será lo mismo,” contestó jovialmente el caminante.

      “¿Y qué opinas de lo que pasó hace unos días en el Monte Calvario?”

      “Pues, ¿Por qué no me cuentas?”

      Ancel procedió a contarle la historia que le había tocado presenciar. “Me asombra que no sepas nada de esos tristes sucesos,” dijo en forma amistosa el abonero. “Yo visitaba Jerusalén cuando los despiadados militares romanos hicieron a un pobre hombre llevar a cuestas una pesadísima cruz hasta la cima del monte. No logro todavía entender porqué los soldados se burlaban tanto de él ni la razón por la que lo maltrataban con tan enconada saña.”

      “Desafortunadamente, las crucifixiones en el Monte Calvario son cosas de casi todos los días,” contestó el caminante, “Pero ¿No te da temor el hablar así de los soldados? ¿Qué no sabes de las persecuciones? Pero no tengas cuidado, que yo soy siempre reservado. En fin, cuéntame. ¿Qué hiciste?”.

      “Tuve miedo a las fieras lanzas de los soldados. Me aparté del cortejo. Pero varias veces, entre la excitada muchedumbre, logré ver a los ojos al pobre desdichado. Su amargo sufrimiento era patente. Cerca estuvieron siempre uno que otro de sus seguidores, con varias mujeres entre ellos. No me cabe duda de que una de ellas era su madre… ¡Era tal el dolor retratado en su tristísimo y piadoso rostro! Pero la faz que jamás podré olvidar fue la de este pobre infeliz, quien desventurado, acabó siendo crucificado.”

      “Presenciaste tú la crucifixión de ese pobre hombre?”

      “Lo seguí, como pude, entre las enardecidas multitudes. Nunca me decidí a prestarle auxilio. Vi cómo un hombre lo ayudó a cargar la cruz al momento de tropezarse, y me propuse ser el siguiente en ayudarlo. Pero me invadió un insuperable terror que acabó paralizándome. Me avergüenzo ahora de mi cobardía.” Y después de una incómoda pausa, agrego. “No sé ni porqué te cuento todo esto”.

      El caminante seguía escuchando atentamente el sombrío relato de Ancel.

      “Presencié el horror de los despiadados e impíos clavos con los que sujetaron al crucificado. El castigo es inhumano. Solo el hombre es capaz de diseñar e impartir una sanción tan cruel y desalmada a un semejante.”

      “Triste es en verdad esa realidad. Pero te pido que prosigas”, dijo el caminante, al parecer muy interesado en el relato de Ancel.

      “Lo coronaron con espinas para mofarse de él, pues el pobre profeta había dicho que él sería el rey del pueblo judío. Yo sigo sin entender a qué se refería, pero me es evidente ahora que esas palabras le costaron la vida. ¡Créeme que no puedo olvidar su rostro! Cuando estuvo colgado de aquel perverso y atroz madero, el prisionero me miró desde lejos como diciéndome, ‘Sé que no te atreviste a ayudarme, pero yo te perdono’. Parecía saber todo lo que pasaba en mi corazón. Sin conocerlo, y sin haber entendido sus palabras de paz, yo lo sabía bondadoso. Al verlo así, desamparado y viviendo sus últimos momentos en tan precaria situación, pude haber hecho el esfuerzo y tener la valentía de socorrerlo, de ayudarlo cuando tropezó, de limpiar de su faz el sudor, la sangre, y la tierra del camino, de darle agua, de tratar de detenerle el brazo al romano que lo azotó, de incitar otros de los ahí presentes a enfrentarnos todos unidos al ejército de Roma. No actué y me da mucha pena y vergüenza. No creo que nada hubiera podido ni yo ni siquiera una multitud contra las osadas lanzas romanas, pero no sabes cómo quisiera haber hecho algo, aunque fuese insignificante, pues cuando menos así no cargaría hoy este acendrado remordimiento. ¡No valgo nada, buen hombre!”. Y después de detener por unos momentos su relato, concluyó, “¡Pero no sé ni porqué te platico de mi dolor, cuando apenas te acabo de conocer! Te invito a que seas tú ahora quien me platique quién eres y de dónde vienes.”

      Mas antes de que el caminante tuviese la oportunidad de contestar, la animada y tan sentida conversación fue interrumpida por lo que le sucedía a la mujer que ocupaba la cavidad aledaña.

 

III

        En la era de los primeros cristiana, los judíos del territorio que hoy conocemos como Tierra Santa enfrentaban una dura realidad. El Imperio Romano, que con su imparable poderío llegó a conquistar la Cuenca del Mediterráneo, llevaba varias décadas dominando a los judíos de aquellos lugares. El gobierno imperial era notorio por su corrupción y sobretodo, por sus arbitrariedades al tratar a sus súbditos. Existía un descontento popular que culminaría, unos treinta y tantos años después de la presente historia, en una importante revuelta en contra del yugo romano.

      El mesón de Obed servía a una mayoría de comensales judíos, aunque las visitas de extranjeros provenientes de tierras cercanas no eran infrecuentes y eran siempre bienvenidas por el tabernero. Sin embargo, la llegada de oficiales romanos al establecimiento eran a menudo problemáticas. La milicia imperial llevaba a cabo redadas en lugares públicos en las que buscaba apresar a cualquier judío que se opusiera al Imperio. El ejército visitaba periódicamente los mercados locales para conseguir alimentos. Aunque por decreto imperial era preciso que los oficiales pagaran su comida, no dejaban de existir los abusos.

      Esa noche, el arribo de un decurión al mesón de Obed fue notado por todos los comensales, quienes guardaron un absoluto silencio por temor y respeto al poderío del oficial.  

      El rango del visitante lo rebelaban claramente las heroicas insignias que, orgullosas, coloreaban su vistoso uniforme y hacían juego con su lustroso casco. El apuesto soldado, de alta estatura, apreciable musculatura y elegantes facciones romanas, tenía un escaso cabello gris y ojos de un profundo color azul.  Parecía pasar de las cinco décadas. A su costado llevaba una impresionante espada que sirvió para agrandar su ya de por sí prodigiosa presencia. Pidió hablar con el dueño del lugar inmediatamente.  

      Obed, siempre ecuánime al administrar su exitoso mesón, le dio una cordial bienvenida, ocultando su natural temor y desconfianza, “Bienvenido a este pobre mesón, Decurión. ¿Deseas que te sirva de comer? El guisado que tenemos hoy en la noche es realmente delicioso”.

      “Me llamo Aurelio Floridio, y no me interesa tu maloliente comida,” dijo bruscamente el oficial. “Deseo que me dejes pasar. No te entrometas para nada, pues debo llevar a cabo una importante misión,” agregó, decidido.

      Intimidado, y decidiendo ignorar el insulto, replicó el tabernero, “Adelante, Decurión. Tus deseos son órdenes.”

      “Veo que tienes un aposento adicional,” dijo el militar, señalando el cañón que bajaba a las sisas inferiores. “Empezaré por allí”.

 

IV

      En la pequeña y solitaria mesa del espacio adyacente, la mujer del velo verde sollozaba inconsolablemente. Era aparentemente judía, o cuando menos así lo delataban sus vestimentas y el verde velo que cubría sus cabellos. De aceitunada tez y grandes ojos verdes y de unos veinticinco años, era singularmente atractiva. Las antiquísimas paredes de la cueva, por donde fácilmente se escurría cualquier sonido que se escuchara en el aposento aledaño, habían hecho posible que ella escuchara claramente la lastimosa narración de Ancel. Las palabras del joven a un mismo tiempo la habían hecho revivir los momentos de dicha y de esa paz que fue más allá de la comprensión humana, misma que ella había pasado con el Maestro, así como también aquéllos tan amargos ratos transcurridos acompañándolo en su última agonía.

      Sobrecogida por las hondas y encontradas emociones que en ese momento vivían en su corazón, dejó de comer. Dejó que su corazón fuese quien en ese momento llevara la voz de mando. Sus sollozos, que fueran casi imperceptibles al inicio de la narración de Ancel, subieron de intensidad y eran ya plenamente manifiestos.

      Muy celoso de las costumbres de aquella época, mismas que prohibían la interacción entre hombres y mujeres que no se conocieran, Ancel pretendió en un principio ignorar a la ocupante del vecino aposento. Fue, sin embargo, el recién llegado caminante el que reaccionó resolutamente. Se levantó, caminó la corta distancia que separaba las dos bovedillas subterráneas, y se inclinó junto a la mujer, a quien dijo, “Mujer, las penas compartidas son un poco más llevaderas. Te invito a que traigas tu comida a nuestra mesa, que mucho lugar tenemos allí.”

      “Pero bien sabes, buen hombre, que no es propio que una mujer se siente a la mesa con desconocidos. ¿Qué dirán los demás?”

      “¿Y quién les dirá que somos desconocidos?”, dijo el hombre. “¿No hemos cruzado ya un par de palabras? Yo tampoco conocía a mi compañero de mesa, y ahora, aunque aún no sé ni su nombre, ya lo considero un amigo. ¿Qué opinas, mujer?”

      “No seré yo tampoco quien contradiga lo que acabas de afirmar. Y por cierto, me llamo Ancel,” contestó convencido el joven, incorporándose. “Siéntate con nosotros, hermana, y cuéntanos tu historia si así lo deseas. Pero no te preocupes si deseas guardar silencio, que yo me uno a mi amigo en su deseo de al menos guardarte compañía”.

      Agradecida, y aunque con visibles titubeos que revelaban una patente indecisión, la mujer finalmente aceptó la invitación que bondadosamente le hicieran. Tomó la vasija que contenía sus alimentos y ocupó uno de los espacios a la mesa con los dos desconocidos.

      Ancel se sentó a la derecha de la mujer del velo verde, mientras que el caminante, cuya túnica de lino era vieja y remendada y tenía un apagado color pajizo y amarillento, ocupó el sitio junto Ancel, quedando así enfrente a la mujer.

      Ancel, para entonces, pensaba ya que el hombre de la túnica de lino era sabio y prudente. La mirada comprensiva del caminante le recordaba la de su padre, Guriel, quien en sus juventudes había sido un exitoso mercader y ya de mayor era considerado el patriarca de la familia. Todos en ella acudían a ver al viejo Guriel, quien tenía como su mejor virtud la de escuchar a los demás sin jamás interrumpir. Aunque el caminante era de mediana edad, Ancel pensaba que ambos personajes estaban cortados del mismo patrón.

      Y fue el caminante quien, después de que todos se sentaran, dirigió algunas palabras a la mujer: “¿Deseas platicar? ¿Te podemos ayudar en algo? ¿En qué forma podríamos consolar esa tan visible pena que parece aquejarte? Y perdóname desde ahora si mis palabras, por entrometidas, estuvieran fuera de lugar. Lo último que quisiera hacer sería el importunarte, mujer”.

      Transcurrió una casi interminable pausa hasta que la mujer del verde velo accedió por fin a hablar. Dijo, nerviosa, “No pude evitar seguir tu relato, Ancel. Las noticias no viajan tan velozmente como yo quisiera, pero lo que me acabas de decir me ha pegado en el corazón. ¡Yo conocía al crucificado! Se llamó Jesús. El saber que ha muerto me ha llenado de una profunda y desgarradora tristeza.”

      “Pero cuenta, mujer, cuéntanos más. Platícanos cómo fue que conociste a ese hombre,” le pidió el caminante, con genuino interés.

      Una visible duda turbó el rostro de la mujer. Dirigió su angustiada mirada a los comensales que la rodeaban. Y después de unos momentos, quizás después de sentirse consolada por un sentimiento de confianza, pareció calmarse e inició su relato.

      “¿Cómo no sentirme desolada y afligida si han matado al único hombre que me perdonó?”

      Interpeló Ancel a la mujer, “No quisiera yo juzgarte, pero, ¿Qué le habías hecho a ese hombre que llamaban Jesús para merecer su perdón?”

      “Era yo una mujer pecadora en una de las aldeas vecinas. Públicas eran mis faltas y sabido era también el repudio que la sociedad me mostraba, incluyendo varios de los acomodados que, por cierto, eran tan culpables como yo, pues en secreto me frecuentaban. La hipocresía de la gente es patente, despreciable y perniciosa. Supe que el Rabino llamado Jesús estaba de visita y que había sido invitado a cenar por uno de los fariseos. ¡Mi curiosidad no tenía límites! Quería conocer al hombre que realizaba milagros y que impartía enseñanzas en las que se hablaba del amor, del perdón y de la paz. Unos conocidos míos lo habían visto predicar y me aseguraron que su mensaje de paz sería sin duda un reparador y reconfortante bálsamo para mi corazón de pecadora. Arriesgué todo con tal de ver al Maestro. Como pude, me introduje a casa del fariseo y me acerqué a Jesús, tratando de no inmiscuirme en su conversación. El dueño de la casa se indignó al verme, pero Jesús le pidió, con un leve gesto, que me permitiera permanecer con ellos. Jamás olvidaré su bondadoso rostro. Volteó Jesús a verme con sus ojos misericordiosos y me arrodillé a sus pies”.

      El relato de la mujer  fue interrumpido por el ruido que hacía al bajar la escalera quien todos se imaginaron sería un nuevo comensal. Muy sorprendidos quedaron al ver entrar a su cámara a un soldado romano, cuya presencia no fue bienvenida por ninguno de los presentes.

     

V

      El propósito de la visita fue evidenciado no solo por la agreste actitud del oficial sino también por su rústico saludo e incisivas preguntas. El soldado se acercó a la mesa y con una rotunda y ronca voz e imperturbable firmeza enfrentó a los comensales: “Soy el decurión Aurelio Floridio. Ofrezco recompensa a quien denuncie a cualquier ciudadano hebreo que se oponga al Imperio. Busco a quienes se dedican a actividades subversivas tales como conspirar contra el César o los dignatarios locales, atacar de cualquier manera a los militares que como yo, servimos en el magno ejército romano, y por último, el ser fanáticos del hebreo que ejecutamos hace unos días, aquél que se proclamara Rey de los Judíos. Por cooperar con la causa del Imperio, el premio para el denunciante es de doce relucientes monedas de plata. La persona que conozca a alguien que en algún momento se haya acercado a ese falso rey tiene la obligación de informarnos. Y además, tendrá unas cuantas monedas para aliviar su situación económica si el denunciado es encontrado culpable”.

      Los comensales guardaron silencio. La aparentemente impasible expresión en sus rostros no reflejaba los sentimientos de angustia que invadían sus corazones. Ancel lamentó el haberse abierto en forma tan transparente ante su compañero de mesa. “¿Qué necesidad tenía yo,” pensó, “de revelar a otros mi experiencia con el profeta crucificado? ¿Será que puedo confiar en mi compañero de mesa, este caminante del que no sé absolutamente nada pero quien ahora puede relatarle al romano todo lo que le dije? ¿Qué voy a hacer si me acusa de simpatizar con el pobre crucificado?” En forma casi imperceptible dirigió su mirada a su compañero, quien en sus obscurísimos ojos semíticos, coronados por espesas y enmarañadas cejas, mantuvo una inmutable mirada. Receló Ancel instintivamente de su compañero mientras seguía reprochándose por la gran imprudencia que a su entender, había cometido. El mismo tipo de negativos pensamientos desfilaban por su mente: “El que un hombre pacientemente me escuche y parezca interesado en mis palabras no quiere decir que sea confiable. ¡Por algo me dice siempre mi padre que la sabiduría se adquiere solamente con la edad! ¿Qué mejor forma de ganarse un puñado de monedas que delatarme al decurión?”. Y le preocupaba también la mujer, quien había podido escuchar su relato y quien, si así se lo propusiera, podría fácilmente ganarse la buena recompensa ofrecida por el militar romano. “De lo único que no dudo es que si la mujer me denuncia, yo guardaré silencio. Yo sería incapaz de delatarla aunque ella lo hiciera conmigo,” se dijo a sí mismo el noble Ancel.

      La mujer del velo verde no podía ocultar su preocupación. Había ya revelado mucho de su experiencia a sus compañeros de mesa y también lo lamentaba. Aunque parecían ambos ser personas de buen corazón, temía que la avidez desmedida y una insospechada mezquindad movieran a alguno de ellos a contar lo que habían escuchado hacía unos instantes. Su historia sería fácilmente comprobable pues el episodio en casa del fariseo del que Jesús y ella misma fueran los principales protagonistas había adquirido cierta notoriedad en la comarca, y había sucedido delante de muchos invitados. Dudó sinceramente de la integridad de sus compañeros, y temió por su vida. Nerviosa, sintió como un nervioso sudor escurría en su frente.  

      El decurión Aurelio Floridio reaccionó en forma previsible a la turbación de la mujer: “¿Tienes algo que decir?”, le preguntó, al tiempo en que le mostraba las brillantes monedas de plata en las que la efigie del César parecía por siempre sonreír al dueño de las mismas. “¿O temes que estos señores digan alguna verdad de ti? Habla, mujer, que muy impacientes son tanto mi afilada espada como mis férreos puños, y mis superiores me han pedido actuar con prestancia”.

      “Nada tengo que decir y a nadie puedo denunciar,” contestó atropelladamente la mujer, visiblemente intimidada por el oficial.

      “Soy un gran conocedor de la gente, y más todavía de gentuza como vosotros. Sé que algo me ocultas”.

      “Te repito que no hay nada.”

      Impaciente, enfrentó el decurión a los otros comensales: “¿La conocéis? ¿Qué me ocultáis? ¿Qué sabéis de ella, que come con vosotros con tanta naturalidad?”, les dijo, tratando de extraer alguna denuncia. Y agregó, mostrándoles las monedas, “¿Pero es que no estáis interesados en salir de la pobreza, infelices?”

      La respuesta de los hombres fue un estoico silencio que hizo que el romano desenvainara su espada y de manera amenazante, la elevara sobre la cabeza de la mujer.

      Por fin exclamó el caminante de la túnica de lino, “Con todo respeto te contesto, Decurión… Y nada tenemos que decirte. Nada malo hemos hecho. Somos súbditos del Imperio y como tales, respetamos al César aunque tengamos creencias religiosas ancestrales, muy diferentes a las de los romanos. Pagamos nuestros impuestos y tratamos de vivir en paz. Hablo por mis compañeros de mesa y por tu servidor. Como un gesto de reconciliación, y a nombre de mis compañeros, te invito a que te sientes a la mesa y compartas con nosotros esta humilde comida.”

      Pareció pensarlo por un momento el oficial. Las palabras del caminante habían tenido un efecto reconciliador. Notablemente más calmado, envainó su arma. Mas antes de que pudiese contestar, llegó el dueño del mesón, quien no pudo evitar el vislumbrar las brillantes monedas de plata que todavía descansaban en la desgastada mesa. Visiblemente turbado por la bajeza y ruindad que siempre lo había caracterizado, pretendió no haberse percatado de la existencia del dinero. Pensando que podría después preguntar al militar de qué se trataba ese dinero, fingió estoica indiferencia y preguntó a sus clientes si deseaban ordenar.

      Fue Ancel quien contestó, con ánimo de cambiar el rumbo de la conversación con el romano: “Yo deseo la comida corrida”.

      “Y yo también,” replicó el caminante, “y creo que el oficial romano se va a dignar acompañarnos”.

      “No”, fue la punzante contestación del oficial. “No sé si me estén ocultando algo. Sirvo a Roma y al César con orgullo y siempre con honor. Pero les confieso que yo sí estuve en la cercanía del Jesús que ahora me estáis negando conocer. Me tocó irlo a buscar aquella noche, cuando uno de sus seguidores lo delató. Recuerdo ver el temor reflejado en la cara de sus seguidores cuando se percataron de que nada podrían hacer contra nuestras fieras y siempre acertadas espadas. Solo uno de ellos mostró celo y gran valor, y por eso le guardo aun respeto. Su nombre no logré entender, pero el caso es que se atrevió a desenvainar su espada, con la que lastimó en la oreja a uno de nuestros colaboradores, quien por cierto, era uno de los sirvientes del sumo sacerdote. A mí me pareció que la oreja había caído al suelo y que Jesús la había recogido y que increíblemente la había restaurado en el lugar que ocupaba en la cabeza del sirviente. Pero es obvio que me lo estaba imaginando, quizás por el calor de la batalla”.

      Ante el silencio de los judíos que lo rodeaban, siguió su narrativa el soldado. “No se me olvida la cara de resignación de Jesús. Yo creo que ya presentía lo que le iba a pasar, pero no se resistió. Y estuvo ecuánime en el camino a palacio de Pilato. Todavía me pregunto de qué se le acusaba, pues parecía ser un buen hombre. Para mí, sin embargo, es lo más importante cumplir con mi deber y en ese momento mi misión era llevar al reo ante las autoridades. Algunos de vosotros quizás diréis que se sacrificó a un inocente, pero yo me desentiendo de esos juicios pues soy no más que un fiel servidor de la Eterna Roma.”

      Contestó el caminante, siempre reconciliador, “Pues si gustas, te reitero mi invitación a compartir la cena con nosotros”.

      “Me voy”, fue la reservada respuesta de Aurelio Floridio. Y sin dar muestras de agradecimiento, se encaminó a la escalera, acompañado por Obed el tabernero.


VI

      Después de subir a la bóveda superior, Aurelio Floridio platicó con Obed, quien se miraba ansioso. El soldado había notado el gesto lleno de deseo y ambición que el mesonero había lanzado hacia sus monedas hace unos momentos en la cámara inferior. Con la parsimonia que lo caracterizaba, el decurión dijo al mesonero: “Ya sabes cuál es mi misión. No sé qué pensar de tus tres clientes de allá abajo. La mujer se puso visiblemente nerviosa cuando la interrogué, mas no creo que valga la pena regresar por ellos. Quiero comentarte, sin embargo, que en el futuro, si alguien que tú denunciaras fuese encontrado culpable, yo te daría una docena monedas.”

      El astuto y ruin mesonero sabía que los tribunales raramente fallaban a favor del acusado, y que una denuncia más o menos fundamentada casi siempre resultaba en la condenación del reo. Exclamó entonces Obed, “¿Una docena de relucientes monedas por persona? Pues, hombre, denuncio en este momento a los tres que comen allá abajo. Pero te suplico que dejes que primero me paguen la cena y luego te los lleves”.

      “Tranquilízate, tabernero. ¿Tienes alguna prueba de lo que dices? Recuerda que los romanos también castigamos a quienes proporcionan falsos testimonios. Las leyes imperiales son siempre justas”.

      Aunque Obed bien sabía que los romanos solían abusar de su poder y cambiaban las leyes o la interpretación de las mismas según les conviniera para proteger el Imperio, dejó pasar el infundado e irónico comentario. Intimidado y pillado en el acto, dijo Obed, “Bueno, te confieso, amigo decurión, que he exagerado un poco en mi celo por contribuir a la causa del César y del Imperio. Pero te prometo que estaré muy al pendiente. Sé que tienes que dar rondas y visitar a otras fondas en la aldea, pero te invito a que regreses más tarde y seguramente te tendré una mejor reseña de quiénes son mis clientes. Ya sabes que dada la cantidad de comensales en el espacio superior del mesón, me es difícil a veces escuchar las conversaciones en las mesas. Se me facilita, sin embargo, el escuchar lo que se platica en las dos bovedillas inferiores dado que el sonido viaja muy bien al rebotar en las viejas lajas de la escalera. Lo único que tengo que hacer es descender un par de peldaños y así podré escuchar todo lo que allá abajo se dice. Te tendré un reporte preciso en un rato, si te dignas regresar a esta humilde fonda”.

      “No pensaba regresar a tu mesón, pero me parece que tu plan podría resultar fructífero y valdría la pena volver. Nos veremos más tarde.”

      El taimado y sagaz mesonero estaba dispuesto a traicionar a sus compatriotas judíos ante el prospecto de ganar la plata prometida. Despidió entonces al decurión y se dispuso a alterar su rutina para poder escuchar, aunque fuera por breves momentos a la vez, la conversación de los comensales en la bodega inferior.   

      Fue Ancel quien interrumpió el silencio que siguió a la partida del decurión. Desconfiaba un poco de sus compañeros de mesa y tenía deseos de marcharse. Pensó que quizás debería tantearlos y fingir que en verdad en ellos confiaba. Les dijo, “La visita del soldado ha sido fructífera pues sé ahora que me encuentro entre amigos. Ambos me hubiesen podido denunciar después de haber escuchado mi historia”.

      “Lo mismo diría yo,” contestó la mujer del velo verde.

      “Nada temáis de mí, pues estamos todos del mismo lado”, aseveró, serio como siempre, el caminante de la túnica de lino.

      “Pues yo quisiera que nos contaras tu historia, compañero,” le contestó Ancel. “Aunque no sé tu nombre, tengo curiosidad por saber algo de ti. Pero antes le pediría a nuestra compañera, cuyo nombre tampoco conozco, que termine la narración que la visita del militar imprudentemente interrumpiera. Y gusto me da que el soldado no haya aceptado la invitación a comer con nosotros”.

      “Mi nombre no es importante,” dijo la mujer, “pero con gusto terminaré de platicar lo que me pasó en casa del fariseo”.

      “Pues el mío tampoco,” dijo el otro comensal, “pero prosigue, mujer, que me interesa mucho conocer lo que parece ser una extraordinaria experiencia con el rabino Jesús”.

      Se dijo a sí mismo Ancel al escuchar esto, “!Qué ventajoso es para mis compañeros el saber mi nombre mientras que ocultan el suyo! ¡Imprudente has sido, Ancel!”. Aunque desconfiado, procuró prestar atención al relato de la judía.

      La mujer prosiguió su narrativa: “Preferiría ya no mencionar su santo nombre, ni tampoco los nuestros, pues dicen que hasta las paredes oyen, y ya veis el riesgo grandísimo que correríamos si alguien nos denunciara. Los romanos no se muestran nada misericordiosos con los que ellos consideran traidores. Que baste visitar las vías que parten de las grandes ciudades, que en lugar de árboles tienen cruces donde han perecido cientos de paisanos nuestros. Pero te agradezco el interés en mi relato. Contaba yo que al estar en la presencia del Maestro, me arrodillé a sus pies. Imposible me fue encontrar palabras para decirle lo mucho que lo admiraba. ¡Cómo quisiera haberle dicho lo que sentía! Sobrecogida por la profunda emoción que llenaba plenamente mi alma, lloré. ¡Lloré, lloré y lloré! Y con mis lágrimas le lavé los pies al Maestro para luego secárselos con mis cabellos. Y derramé lágrimas de alivio al sentir la fuerza tan arrolladora como reconciliatoria de su perdón. Con una fina loción que terminó mezclándose con esas lágrimas perfumé sus pies. El Rabino, con su penetrante y siempre benévola mirada, me dijo que él conocía mi turbio pasado. Y jamás me condenó. Al contrario, sin que él tuviera que decir nada, sentí que mis graves pecados habían sido absueltos y que mi alma estaba limpia como el agua que diáfana y cristalina baja alegremente de las montañas por los embrollados senderos que ella misma ha tallado en piedra viva. Tan rápido palpitaba mi corazón que muy poco pude escuchar de la narración que el Rabino contó al fariseo. Creo que habló acerca de un prestamista que había perdonado a dos de sus deudores, y luego algo dijo, explicando que tal narración de alguna manera se refería a mí. Poco entendí realmente dada mi emoción.”

      Tanta atención prestaban los comensales al relato de la mujer pecadora, que no escucharon los sigilosos pasos de Obed, quien se había detenido a media escalera y subrepticiamente lograse escuchar las palabras culminantes del relato. Terminó así la mujer: “Mas las palabras del Maestro que llevo por siempre grabadas en mi mente, en mi corazón, en mi alma, en mi ser, son las que me dijo al final de su relato: ‘Tus pecados han sido perdonados. Vete. Tu fe te ha salvado’. El tener un encuentro tan cercano con el Rabino cambió mi vida. Y no sé cómo alguien haya jamás podido resistirse a su increíble carisma e inagotable bondad.”

      Interrumpió el caminante el relato de la mujer al opinar, “¿Estás segura, mujer, de que ninguno de sus seguidores nunca lo traicionó?”.

      “En eso no había pensado, mas sé que tienes mucha razón, buen hombre, y no es eso algo que pueda asegurar. No dudo de que algunos de los que con el Maestro hayan convivido hayan luego obrado en su contra. Tal es la maldad del hombre,” contestó la mujer, quien continuó su narrativa. “El caso es que yo sí decidí seguirlo en su peregrinar cuando pude, acompañada de algunas otras mujeres y de sus discípulos, formando un grupo cada vez de mayor tamaño. Sin embargo, hace unos días tuve que separarme del grupo por motivos personales que hoy no vienen al caso. Había escuchado rumores de que el Rabino había sido sacrificado en la cruz por los romanos. No lo quise creer, pero tu relato, Ancel, lo ha comprobado. A eso se debe mi profunda, recóndita y desolada tristeza y mi tan desamparado llanto. ¡Cómo quisiera, con estas lágrimas que veis y que no me dejan ya comer, volver a ungir los pies de tan santo hombre, aunque fuera una sola vez más”.

      El tabernero, quien había escuchado el final del relato de la mujer, quedó ampliamente satisfecho. Se había percatado ya de que tenía ya algo concreto que contar al decurión. A sus oídos había llegado hace unos días, por otros medios, la historia del rabino peregrinante, quien había acudido a casa de uno de los fariseos en una población vecina. La escena con la mujer había sido escandalosa en los círculos sociales fariseos. Atando cabos, estaba dispuesto a denunciar a sus clientes y ganarse el premio prometido por el romano. Pero para lo mismo tendría que hacerlos esperar hasta que retornara el oficial imperial después de hacer sus rondas. Y pensó que ese intervalo le podría también la oportunidad de escuchar algún testimonio comprometedor de los dos hombres. “Vaya que va bien el prospecto de ganarme la recompensa ofrecida por el decurión”, pensó. Aunque llevaba en una burda charola los platos con la comida de los hombres, decidió regresar arriba y no llevar a sus comensales la comida hasta dentro de un rato más. Calladamente escaló las melladas gradas y desapareció en la parte superior del mesón, depositando la charola en una mesa. Pensó que podría denunciar a la mujer y que algún testigo eventualmente podría corroborar que era ella la pecadora que había acudido a la cena del fariseo. Y que, como mínimo, a los otros dos los acusaría de complicidad con la pecadora y de ser agitadores contra el glorioso Imperio Romano. Y si mejor le iba, los otros dos contarían imprudente alguna historia que sería fielmente reiterada al militar. ¡Como mínimo, una docena de monedas. Quizás tres. Vaya prospecto!

 

VII

      “Y tú qué nos dices, buen hombre?,” preguntó entonces Ancel al caminante. “¿Por qué no nos platicas algo de tu historia mientras esperamos que traigan nuestros platos. Y a propósito, vaya que es deficiente el servicio de esta fonda. ¡Tardan una eternidad!”.

      “Con gusto”, replicó el caminante, “aunque debo decir primeramente que es muy necesario que todos los seguidores del Maestro se unan. Veo que habéis sido tocados por su carismática bondad y que habéis cambiado vuestras vidas gracias a la cercanía que en algún momento tuvieron con él. Y celebro que vuestros ojos se hayan abierto.”

      Se dijo para sí Ancel, “¿Será este hombre realmente sincero? ¿O puede ser que esté taimada y arteramente jugando conmigo para averiguar más de mi vida y tener un todavía más contundente testimonio en mi contra? La avaricia y el amor al dinero son fuerzas formidables ¡Oh, despreciable incertidumbre!”

      La entrada de un hombre interrumpió el incipiente relato. El desconocido pareció dudar entre la opción de sentarse en la mesa que anteriormente ocupara la mujer y la de unirse al grupo que compartía la otra mesa. El visitante era de baja estatura, muy musculoso y con unas descomunales y abultadas manos, callosas, llenas de cicatrices, y bastante percudidas. Su descuidada barba y pródigas cejas no dejaban de ocultar sus facciones semíticas. Contaba con unos treinta y cinco años y su cabello era rizado y de color café, con alguna que otra cana.

      Fue el caminante de la túnica de lino quien le sugirió que se sentara con ellos: “Pasa, amigo. Siéntate con nosotros, que aún no hemos ni siquiera empezado a comer.”

      “Gracias”, contestó el recién arribado, ocupando uno de los sitios que quedaban a la mesa, no sin antes afanosamente depositar un costal de cuero que traía a sus espaldas cerca de la pared. Al hacerlo, se escuchó claramente el característico ruido que hacen las piezas metálicas al chocar unas con otras. “Son mis clavos”, dijo. “De oficio soy herrero, y mientras estén por aquí los soldados del emperador, mi negocio marchará viento en popa.”

      “A qué te refieres?”, preguntó Ancel.

      “Yo forjo los clavos que se usan en las crucifixiones para clavar a los condenados. También fabrico lanzas romanas. La ocupación de nuestra nación por el César ha sido muy provechosa para mi familia. Y si te comportas con los romanos, ellos responden y te respetan”.

      Ante el silencio de sus compañeros de mesa, continuó su relato, sin percatarse de la creciente indignación que ya mostraban en su rostro Ancel y la mujer, en señalado contraste con la siempre impertérrito rostro del otro hombre. “Me llamo Yedael. Tengo mi herrería en las afueras de la aldea vecina, con mi padre y dos de mis hermanos. Mi esposa, Shifra, me ayuda también. A ella estoy esperando y no debe tardar en llegar. Ella es, además, una muy talentosa cantante. Tiene un ingenio asombroso y sabe componer simpáticas coplas. Pero les decía que nosotros trabajamos el hierro. Somos, según nos dicen los romanos, los mejores en toda la comarca en la manufactura de los clavos. Y no son fáciles de hacer. Tienen que tener filo y ser muy resistentes para que entren bien en los maderos y no se nos vaya a caer alguno de los criminales que cuelgan de las cruces romanas.”

      Los comensales callaban. “¿Pero qué pasa? ¿A qué se debe ese silencio?”

      Nadie respondió a la pesquisa del herrero. Se guardaron unos momentos de incómodo silencio.

      “Pues sigue con tu relato, Yedael,” le pidió la mujer del velo verde.

      Un poco atolondrado a verse platicando con una mujer desconocida, pero animado ante la naturalidad con que sus otros compañeros tomaron la petición de la judía, se disponía a seguir su cuento, cuando fue interrumpido por los rápidos pasos de una persona que bajaba la escalera. La mirada de todos se posó en el rostro de una mujer hebrea, de baja estatura, y con grandes ojos negros flanqueados por una nariz aguileña que le otorgaba un distintivo porte. La mujer cargaba una talega de gruesa y despintada tela. Al verla, Yedael exclamó: “Vaya que te has tardado, Shifra. Siéntate que aquí hay sitio. Ella es mi esposa,” dijo a los demás, a manera de presentación.

      Contestó la recién llegada: “Agradezco mucho que se me permita sentarme a la mesa con paisanos judíos,” dijo, animadamente. “¿Ya os ha dicho Yedael de que me gusta mucho cantar? En las noches visito las fondas de la comarca, donde improviso algunos cantos para que los comensales me regalen algunas monedillas. Me gustaría cantar algo, y prometo no cobraros nada. ¿Os animáis a escucharme? Voy a improvisar unos versos para saludaros. ¿Qué os parece?”

      Aun mudos ante la confesión del herrero y su aparente indiferencia ante las atrocidades que con sus clavos se cometían, los comensales guardaron silencio.

      Shifra dijo entonces, “Dicen que el que calla, otorga. Así es que voy a interpretar el silencio con me reciben como una invitación a que cante. Escuchen estas coplas que se me acaban de ocurrir.

 

En estos llanos desérticos

Donde se habla el arameo

Se toma vino sabroso,

Se come muy buen carnero,

Que jugoso yo preparo

Con las hojas del romero,

Con abundante cebolla,

Sin faltar ni el pan ni el queso.

Que me traigan de comer

Pues viviendo en el desierto

No solo me da a mí sed

(y muy temprano, por cierto)

sino que me da tanta hambre

que te digo muy en serio

que ahora mismo comería

un regordete borrego.

 

      Las coplas eran no solo ingeniosas, sino muy melodiosas y cantadas con una gracia muy especial. Muchos habían dicho al escuchar a la mujer que talento como el suyo, no se compraba.

      Una leve sonrisa apareció en el rostro de los comensales al terminar Shifra de entonar sus rimas. Aunque el malestar que sentían al escuchar la historia del herrero era aun patente, agradecieron a Shifra su copla con un discreto aplauso.

     

VIII

Yedael, en forma inesperada, improvisó unas rimas a manera de contestación. Dijo, “Para que veáis que yo también sé recitar alguno que otro verso, que vaya aquí uno”. Y exclamó:

 

“Un borrego comería

Pues hambre traigo también

Mas ¿Dónde está el tabernero?

¿A qué horas ha de traer

la comida que pedimos?

¿Por qué no baja? ¿Por qué?

¿Será que se le ha olvidado

que ya queremos comer?

¿Será que es muy distraído?

¡De verdad que no lo sé!

Ganas me dan de marcharme,

Pues ya me desesperé.

Mas cuéntame, Shifra mía,

Cuenta y cántanos, mujer,

¿Me has traído el encarguito

Como yo te supliqué?

 

      Animada, Shifra exclamó, “Pues será mejor que les conteste cantándoles una romanza explicándoles a qué me dedico cuando no estoy cantando rimas:

 

Soy la esposa del herrero,

El mejor de la región.

Forja clavos excelentes,

Y pone siempre atención.

Los clavos de mi marido

Excelentes siempre son.

Y yo estoy muy orgullosa

De saber que en la nación

Son sus clavos que los usados

Para la crucifixión.

 

A mi esposo siempre ayudo

Buscando clavos usados.

Y de cerca yo vi, curiosa

Cuando fue crucificado

Aquel preso galileo

En la cima del Calvario.

Y de nada le sirvió

A ese pobre desdichado

Proclamar que era un gran rey

Pues fue al final condenado

Por aquella muchedumbre

Y a la cruz fue bien clavado

Por los clavos que mi esposo

Vende puntual al romano

Y en su taller él fabrica

Con gran esmero y cuidado.

 

¿Y qué fue del pobre reo,

que yo no sé ni quién era?

Lo llevaron a una tumba

Después de que se muriera

Y una gran piedra rodaron

A la entrada de la cueva.

Pero yo estuve pendiente

Y buscando en la ladera

Al pie de la cruz vacía

Donde el reo pereciera

Un buen clavo me encontré

Que traigo en esta talega.

Este fue uno de los clavos

De la cruz del que subiera

Paso a paso, poco a poco

Esa empinada ladera.

Aquí lo traigo en la bolsa

Cumpliendo así mi tarea”.

 

“¿Pero es que no merezco otro aplauso? Pocas veces son aquellas en que nadie reconoce mi talento,” dijo Shifra, un poco en serio y quizás también con el ánimo de arrancar otra ronda de palmas de los comensales.

      Estupefactos por las crudeza e insensibilidad de las coplas, que aunque también muy melodiosas, llevaban un horrendo, macabro, y espantoso mensaje, los comensales enmudecieron.

      Siguió entonces hablando Shifra, “Pude recuperar un solo clavo, Yedael. No creo que te lleve mucho enderezarlo y limpiarlo.”

      Permítanme explicar cuál es nuestro oficio, dijo Yedael. “He aquí un par de clavos,” dijo, mientras de la talega de Shifra sacaba el clavo al que su esposa se había referido y de un bolsillo de su manta, otro. “El que yo traigo es nuevo, como se puede apreciar, mientras que éste otro que consiguió Shifra es de los que llevo a casa para pulir y rectificar. Shifra se dedica a visitar los lugares donde se ejecutan a los reos. Ahí, busca clavos que hayan sido arrancados de las cruces por los familiares, y me los trae”.

      Contestó Shifra, “Así es. Vi como los amigos del reo, como pudieron, lo bajaron de los ensangrentados leños. Guardando siempre el debido respeto, me mantuve a unos pasos de la escena, pero cuando acabaron, pude rescatar uno de los clavos que se usaron en la crucifixión. Lo lavé en una fuente cercana y aquí está. Será fácil para mi esposo dejarlo como nuevo.” Y colocó entonces el clavo junto a ella, en la rústica tabla donde había tomado asiento.

      Y concluyó su explicación Yedael, “En un principio pensé que quizás los romanos objetarían al uso de herrería reciclada, pero yo creo que al ver la calidad de mi producto, han llegado a la conclusión de que sí les conviene.”

      “Pues me parece,” dijo con gesto asqueado la mujer del velo verde, que hasta entonces había escuchado con paciencia aunque con visible repugnancia los relatos de los herreros, “que deberíais de avergonzaros de vuestro oficio. Tus malditos y despreciables clavos, Yedael, ayudaron a acabar con la vida de un gran hombre.”

      Contestó con pasión el herrero: “Yo no lo conocí.”

      Agregó Shifra, “Yo, sin embargo, por haber estado en el Monte Calvario al momento de su crucifixión, recuerdo perfectamente la cara del desdichado reo, y francamente no me pareció que tuviera ninguna facha de rey ni nada por el estilo, aunque jamás pensaría tampoco que él haya sido un malhechor. Aún no entiendo la razón por la que lo condenaron. Pero nuestro trabajo es tan honrado como el que vende sandalias, túnicas, o comida. El hecho de que los soldados romanos, de quienes no puedo quejarme, compren o coman lo que alguien ofrece no demerita al vendedor.”

      “¡Pero tú sabes que el único destino de tus clavos es el crucificar!”, dijo Ancel.

      “Así es, pero también fabrico otros clavos, amigo caminante”, contestó el herrero, “que se usan en la construcción de viviendas, vehículos, y muebles, entre otras cosas.”

      “¡Y el reo tenía nombre!,” intervino con vehemencia la mujer del velo verde. “Aunque nos propusimos ya no mencionarlo, te digo que era un sabio rabino, amante de la paz, y con una muy carismática disposición. Era, además, capaz de poder ver los secretos de tu corazón. ¡Oh, mi buen Jesús! ¡Qué daría ahora por poder lavarte los pies otra vez con mis lágrimas de pecadora! ¡Cómo quisiera poder volver el tiempo y verte como te vi, hablando siempre con bondad y sabiduría, y poniendo en su lugar con tus anécdotas y parábolas a los hipócritas! ¡Oh, mi buen Jesús, Maestro bondadoso! ¿Quién como tú para perdonar a quienes te ofenden!”

     

IX

Esta conversación llegaba integra a los oídos de Obed, quien subrepticia y astutamente espiaba a sus clientes al tope de la escalera. Ahí había permanecido por unos minutos y fue entonces cuando decidió descender.

      “Apenado me siento pues está tardando muchísimo la comida”, anunció cordialmente a sus comensales el tabernero. “No tardo ya en traerla. Aquí traigo un aperitivo, cortesía de la casa, para mitigar la impaciencia que seguramente tendréis,” dijo en forma muy cortés aunque siempre fingida el mesonero, colocando algunos bocadillos en la mesa. Su intención era realmente retrasar la cena de los comensales. Quería impedir que se impacientasen demasiado y se marchasen del mesón. Pensó que al mostrarse afable y magnánimo, sería más fácil que sus clientes permanecieran en el mesón hasta que regresara Aurelio Floridio, el condecorado decurión.

      “Gracias, pero sí te agradecería que te apresuraras en servirnos, pues el hambre me mata,” contestó Ancel.

      “Sin falta ni tardanza aquí traeré las comidas. Y a ti, mujer, como ya te he entregado tu comida desde hace rato, te dejo ahora un delicioso pan recién horneado, con blanca miel y un suculento y muy espeso queso de cabra, también cortesía de la casa. Quizás peque de entrometido, pero te vi hace un rato derramar un par de lágrimas y yo quiero que mis clientes siempre se sientan bien al terminar su cena. Cualquiera que fuera tu pena, estoy para servirte”, exclamó el ladino tabernero, con fingida caballerosidad.

      Se marchó enseguida Obed, lo que permitió que los compañeros de mesa siguieran su animado intercambio.

      “Pues yo, con todo respeto, me voy a la otra mesa”, dijo la mujer del velo verde. “No puedo estar sentada junto a alguien que contribuyó a la muerte de Jesús”.

      “Habíamos quedado en no mencionar más su nombre, pues no sabe ya ni en quién confiar”, dijo Ancel, mirando acusatoriamente al herrero.

      “Yo soy un honrado trabajador, como ya te dije. No tengo nada de qué arrepentirme, pues no es culpa mía qué decidan hacer con mis clavos aquellos que los compran.”

      Se levantó la mujer de la mesa, y sin decir palabra, camino hacia la otra mesa.

      “Voy a hablar con ella, pero regreso,” dijo Ancel, mientras se incorporaba. Y se dirigió a la mesa de la mujer.

      “Tú estás muy callado, compañero. Se nota que eres un hombre prudente, pues no me has reclamado nada. ¿Qué opinas tú?”, dijo Yedael al caminante.

      “Amigo herrero, todos tenemos que ganarnos la vida de alguna manera, y está en el corazón de cada quien el decidir si nuestras acciones tanto en el trabajo como aparte del mismo son justas. Pero dime, Yedael, ¿Qué te dice tu conciencia? ¿Qué dirías si no te hubieran acosado mis compañeros de mesa?”, contestó el caminante de la túnica de lino.

      “Diría que entiendo a esta mujer. Ella conoció al reo crucificado y muy claro me queda que tanto ella como tu amigo pertenecen al creciente grupo de los que muchos llaman cristianos. Creo que así se les dice a quienes han decidido ser fieles a las enseñanzas de aquel rabino llamado Jesucristo. Pero si alguien me condena a mí, también tendría que condenar al panadero de cuyo horno comen los romanos calientes panes recién horneados. Y también al carnicero que ahora tiene las carnes preparadas al estilo hebreo y las otras, un poco más baratas, para sus clientes romanos. ¿Y qué me dirás de los que venden un poco de su cosecha de aceite de oliva a los oficiales romanos? Y quizás también a quien vende esas mantas que veo recargadas contra la pared. ¿Eres tú quien vende esas telas? ¿O lo es tu amigo? ¿Acaso no terminan también esos productos cubriendo las espaldas de alguno de nuestros visitantes de Roma?”.

      La respuesta del siempre prudente caminante fue sucinta y precisa: “Diría que es mejor no juzgar a nadie, y que muy fácil es levantar el dedo y apuntar a los demás. Y por eso te agradezco que sepas entender a la mujer. Y te suplicaría también que guardases lo aquí platicado para ti y no denunciaras a nuestros compañeros. Temo por su vida dado el gran celo que tienen por la causa cristiana. Apelo a tu buen corazón para que en el futuro no los delates”.

      “Gracias por tus palabras. Yo me dedico a la herrería y nada más. Aunque convivo con los soldados y vivo de las ganancias que el negocio con ellos me produce, no pienso dar un paso más a su favor. De nada te preocupes”.

      Intervino entonces Shifra, quien exclamó, “A mí sí me pesa mucho el trabajo al que mi esposo y yo nos dedicamos. Creo que de haber seguido el siempre noble y honrado oficio de la herrería, ahora nos dedicamos—cuando menos en una buena parte—al odioso tormento de la crucifixión. Está muy claro para mí que el Imperio ha construido magníficos caminos y que muchas viviendas se han levantado para albergar a sus contingentes militares usando nuestros clavos.  Pero no me puedo engañar. Ayer, al caer la tarde, caminaba yo precisamente por una de esas adoquinadas avenidas romanas, una de esas muy amplias viae publicae por la que tanta gente transita.  El espectáculo era inenarrable: los pequeños cedros plantados por los ingenieros romanos en los flancos del camino más bien parecen unos tristes gnomos que, perdidos, deambulan a la sombra de las cruentas, impías y despiadadas cruces que una tras otra cargan en sus roídos maderos barnizados con innumerables capas de sangre cristiana ya sea cuerpos dolidos, agonizantes, que seguramente ansían abrazar la tranquilidad de la muerte o también los cadáveres abandonados de quienes han sucumbido bajo el irrefrenable poderío romano sin haber tenido la fortuna de que algún deudo o piadoso amigo los lleve a descansar a algún sepulcro cercano. El olor a sangre, desolación y muerte es abrumador. Es más que sobrecogedor, pues llega perniciosamente has lo más íntimo del alma. Los más fuertes y penetrantes perfumes que desde la lejana Samarcanda traen esos atrevidos viajeros que cruzan los desiertos serían insuficientes para ocultar la indeseable marca que tan despreciable hedor ha dejado en mi cabello y en mis pobres vestimentas. Y si me escucháis cantar alegremente es solo por cautela, por evitar el terrible acoso imperial, por pretender que esto que narro no significa absolutamente nada para mí. Pero sinceramente os digo, confiada en que no habéis de delatarme a la milicia, es que me pesa mucho. La triste verdad es que quisiera que nuestro oficio fuese otro, o que al menos, nuestros clavos fuesen destinados únicamente a la edificación de viviendas y edificios”.

      Un respetuoso silencio siguió al punzante y atormentado discurso de la mujer del herrero. Su elocuente descripción había hecho a todos reflexionar profundamente sobre la triste realidad que se vivía en aquellos momentos en lo que hoy conocemos como la Tierra Santa.

      Fue el caminante quien prudentemente rompió el silenció, “  Es claro ver en qué ribera del río están tus simpatías, Shifra. Admiro que sepas reconocer la difícil situación por la que alguien en tu oficio atraviesa y que aprecies la desafortunada mano que juegas en esta epidemia de crucifixiones. Pero entiendo el dilema que atraviesas. Que Dios te bendiga y ayude a discernir cualquier decisión que tomes en el futuro”.

      Agradeció en silencio la esposa del herrero las palabras y apoyo del caminate.


X

      A unos cuantos pasos, Ancel entabló una conversación en voz muy baja con la mujer del velo verde. La aconsejaba: “No te conviene ganar notoriedad. Te invito a que te sientes a la mesa y aunque te sea difícil, finjas indiferencia. No sé cuál vaya a ser la reacción del herrero si regresan los romanos y ofrecen dinero a cambio de una denuncia.”

      “¡Pero es que yo quería y admiraba mucho al Maestro!”

      “Sí, pero en nada va a ayudar a nuestra causa cristiana el que te maten”.

      Recapacitó la mujer y finalmente dijo, siempre en voz baja, “Vamos entonces”.

      “Eres prudente, mujer. Espera ahora un momento, pues esta atroz hambre se me hecho insoportable. Voy a subir a ver qué pasa con nuestra comida.”

      Al asomarse por la escalera vio la figura del mesonero, quien mudo e inmóvil como estatua, descansaba unos peldaños arriba. El mesonero pareció sobresaltarse al ver a Ancel, y turbado, dijo, a manera de excusa, “Estaba yo a punto de bajar ya con la comida.”

      A Ancel le pareció un poco inusual la reacción de Obed, pues nada llevaba el tabernero en las manos. Pero tal era su hambre que, agradeciendo al mesonero, regresó con la mujer a acompañar a sus compañeros de mesa. Olvidó el detalle ocurrido, aunque en esa misma noche lo vendría claramente a su mente, y el joven desearía haber actuado con un poco más de astucia.

      “Dijo el tabernero que ya vendría con nuestros alimentos”, exclamó Ancel

      “¿Os veo un poco exaltados. ¿Es que has hecho algo malo? ¿Habéis recibido alguna mala noticia?”, preguntó Yedael.

      “Antes de que llegasen tú y tu esposa, Yedael, tuvimos la desagradable visita de un decurión de nombre Aurelio Floridio.”

      “Yo sé quién es ese oficial”, contestó el herrero. “Se presenta en mi herrería de vez en cuando para vigilarnos. Él sabe que soy fiel a la causa romana”.

      “Más bien le eres fiel a la causa de los denarios,” replicó la mujer del velo verde, en tono acusatorio.

      “Pues será lo que sea, ¿Pero cuál es el problema con la visita del soldado?”, contestó Yedael.

      Replicó el joven Ancel, “El problema es que ese oficial persigue a los seguidores de Jesucristo, y creo que sospecha de mí, de esta mujer, y no sé si también de nuestro compañero el caminante.”

      “¿Y hay algo que ocultar?”

      “No hay nada de qué avergonzarnos”, contestó la mujer.

      “Veo que no quieres contestar la pregunta de mi marido,” intervino Shifra. “Pero ya ves que dicen que ‘el que nada debe, nada teme’. ¡Y tú pareces estar muy temerosa!”.

      “Mucho temo a los soldados romanos, Shifra”, contestó la mujer. “Tú has visto, quizás mejor que nadie, las atrocidades cometidas por los emisarios imperiales”.

      “Pero, entonces, ¿Sí ocultas algo?”, le preguntó, insistente, la perspicaz mujer del herrero.

      Replicó Ancel en defensa de la mujer: “No tenemos porqué contestar esas preguntas, Shifra. Te propongo que cenemos en paz y que no toquemos ese tema. Y por cierto, no sé a qué se deberá la demora del tabernero”.

      El caminante de la túnica de lino intervino, “Esperemos que no tarde ya más.”

      Pero apenas se había pronunciado el caminante tales palabras, cuando Ancel fue invadido de mil y una dudas: “¿Será que este hombre quiere detenerme? ¿Qué tanto le podré confiar? Se ve muy sincero, pero ¿Lo es?,” pensaba.

 

XI

      A la mente de Ancel llegaron entonces anécdotas contadas por su abuelo acerca del tradicional concurso que se realizaba año con año al lado de un arroyo cercano a su aldea en el que los lugareños competían en una especie de tiro al blanco, arrojando piedras redondas recogidas del pequeño caudal en dirección de la antigua pared de un almacén abandonado. El ganador era quien lograra atinarle a las ventanas del antiguo granero, consiguiendo cinco puntos si lograra pegarle a la ventana pequeña y tres a las de tamaño mediano. La ventanas, todas de madera, se dejaban abiertas durante el torneo. Había también una veleta en la parte superior del edificio con la figura de un águila que majestuosa que parecía por siempre vigilar el panorama en su circular, terco e incansable vuelo. La regla estipulaba que quien llegara atinarle al águila conseguiría quince puntos. Esta hazaña jamás se había logrado dada la elevada altura de la veleta y la distancia que separaba a los concursantes del muro en cuestión. Los jugadores apostaban entre ellos y también con los numerosos espectadores, y a medida que iban siendo eliminados, el tenor de las sumas empeñadas subía.

      En el más famoso y memorable de los torneos, uno de los finalistas fue un joven llamado Uzi, quien había tenido un muy flojo desempeño en las primeras fases de la competición. Logró pasar a la final casi de milagro, y le tocó en suerte enfrentar al mejor tirador de la región, un joven de nombre Adín, quien había eliminado con pasmosa facilidad a cuanto contrincante le había aparecido en la gesta.

      Uzi no tenía mucha facilidad para lanzar las piedras. Lo hacía en forma tan poco coordinada que hacía que varios de los asistentes soltaran una que otra carcajada. Muchos pensaron, “!Qué falta de agilidad. Nunca dará pie con bola. No tiene gracia. Seguramente tendrá otros talentos, pero para esto no ha nacido!”

      Uzi había superado a los cuatro contrincantes que el sorteo había enviado en su contra. Sus oponentes, para suerte suya, habían sido de ínfima calidad y no eran capaces ni siquiera der alcanzar la pared del viejo granero con sus paupérrimos lances. Fácil le fue al poco coordinado Uzi el llegar a la final. En la ronda final, que después de ocho intentos y con un tiro por jugarse perdía por una desventaja de diez puntos, Uzi decidió apostar una gran suma de dinero. Estaba claro que la única forma de ganar sería que Uzi lograra atinarle a la veleta del águila, siendo ésta una proeza que parecía irrealizable y de la que nadie tenía memoria. Era evidente que Uzi no tenía la agilidad ni la fuerza para lanzar una piedra a tanta altura. Muchos de los espectadores cruzaron apuestas también en contra de Uzi, dada su evidente torpeza y la abultada diferencia en puntos que lo separaban de su contrincante.

      De acuerdo a las reglas del torneo, quien estuviera al frente en el marcador tenía el derecho de decidir si tirar primero o segundo en el siguiente turno. Adín decidió tirar primero. Su intento fue acertado, logrando que su proyectil atravesara la ventana pequeña, capturando así cinco puntos adicionales que resultaron en una vasta y prácticamente inalcanzable diferencia de quince tantos entre los jóvenes competidores.

      Se escuchó el murmullo de la multitud. Casi todos daban por terminada la competición y muchos decidieron abandonar el área de la competencia. Solo unos cuántos decidieron apostar algo por Uzi, quizás con la única intención de divertirse, y las sumas concertadas fueron muy bajas dadas las ínfimas oportunidades que se le daban al muchacho.

      Sucedió entonces algo imprevisto. Uzi tomó una blanquísima piedra del límpido y cristalino torrente, la secó cuidadosamente y, concentrándose, señaló la veleta, al mismo tiempo prediciendo que con los quince puntos empataría la partida. Pero todo esto hizo con la mano izquierda, por primera vez en esa memorable y evocadora mañana. Con la elegancia que suele caracterizar a los que favorecen la mano siniestra, su noveno intento trazó una distintiva, exacta e inolvidable parábola que culminó estrellándose en el pico del águila, haciendo que la veleta, como quejándose por el golpe, diese varios giros, ante la incrédula mirada de los espectadores. Los aplausos se escucharon inmediatamente. El marcador estaba empatado.

      Adín, tan estupefacto como todos los ahí presentes, pareció no comprender los hechos. De su boca salieron tres palabras dirigidas a los jueces del torneo: “¡No fue válido!”.

      “¿Qué es lo que no te parece, Adín?”, preguntó uno de los jueces.

      “Que Uzi, siendo obviamente zurdo, haya competido durante todo el torneo con la mano derecha. No dudo que lo haya hecho para engañar a los apostadores”, contestó Adín. Tal conclusión parecía ser evidente tanto como para los jueces como para el público presente. Sin embargo, el juez falló en contra del denunciante. “Nada en el reglamento de esta antigua competición indica que lo que hizo Uzi sea indebido, sin importar cuáles hayan sido sus motivos. Tu queja, por supuesto, no procede. Además, el juego no ha terminado. Tendremos tiros adicionales para determinar al campeón. El reglamento establece que cada uno tenga una nueva oportunidad. Quien gane, será el campeón. En caso de volver a empatar, tendremos una nueva ronda, y así sucesivamente, hasta declarar a un campeón. Dado que van parejos, decide quién va primero quien haya logrado alcanzar a su oponente. ¿Qué decides, Uzi?”.

      “Dejaré que Adín sea quien tire la primera piedra”, fue la pronta respuesta del zurdo.

      Los locales nunca se habían puesto de acuerdo de quién tenía la ventaja en un torneo como éste. Un buen lance del primero resulta en presión adicional para el segundo, mientras que su fallo hace que el tiro de quien cierra sea un poco más fácil, pues nada hay ya que perder.

      Adín apostó a la ventana pequeña. La brillosa piedra que de su mano salió, de color grisáceo apagado, rebotó en el filo del marco de la venerable ventana. El impacto hizo que se partiera en dos idénticas mitades, una de las cuales cayó dentro del granero, mientras que la otra encontró reposo en la maleza que crecía frente al edificio.

      El acontecimiento era inusitado. Nadie tenía memoria de que algo así hubiese sucedido. Adín y Uzi, inciertos del resultado, tornaron sus miradas hacia los jueces, quienes parecían estar tan confundidos como todos los demás.

      Fue Adín quien hablo primero, cuando los murmullos de la multitud se apaciguaron: “Creo que merezco los cinco puntos, pues parte de la piedra está dentro del granero”.

      Uno de los jueces respondió, “Pero en el concurso se habla de que la piedra tiene que pasar por la ventana. Y a ti te falto media piedra”.

      El segundo juez intervino. “Creo que te podemos dar dos puntos y medio. La mitad de la piedra equivale a la mitad de los puntos”.

      “Pero eso le da campo abierto a Uzi. Con el hecho de atinarle a cualquiera de las ventanas podrá ganar. No veo donde está la justicia en este juicio”, reciprocó el joven Adín.

      Muchos de los presentes, cuyo dinero estaba en juego dependiendo del fallo de los jueces, externaron a gritos sus encontradas opiniones.

      Después de unos momentos, fue Uzi quien exclamó: “Quiero que imaginen lo que pasa al arrojar una piedra a un apacible estanque. Independientemente del tamaño de la roca, al momento en que ésta rompe la superficie del agua se forman varios círculos de pequeñas olas que eventualmente avanzan hasta las orillas. Si pudiéramos tener un pequeño lago cuadrado en forma vertical y lo colocáramos en la ventana del granero, entonces la mitad de la piedra de Adín que entró al edificio hubiera producido las pequeñas ondas a las que me refiero”.

      Fue Adín quien contestó primero. “Si entiendo lo que dices, creo que estarías a favor de que se me dieran los cinco puntos”.

      Contestó Uzi inmediatamente, “Así es, Adín. Lo último que quiero hacer es ganarte por las malas”.

      Los jueces deliberaron en voz baja por un par de minutos hasta que parecieron llegar a un fallo. Fue uno de ellos quien aseveró: “Es Uzi quien ha hablado con mayor cordura el día de hoy, y lo felicito por su inteligencia y también por su caballerosidad e integridad al no querer aprovecharse indebidamente de las circunstancias. Te damos los cinco puntos, Adín, y además, quisiera que esta regla sea añadida a las que han regido este interesante torneo por tantos años”, concluyó. Aunque rara es la ocasión en que alguna piedra se despedaza al impactar el filo de alguna ventana, la Regla de Uzi, como desde entonces fue conocida, establecía que el lanzador habría de recibir íntegro el puntaje acordado sin hacerse merecedor a penalidad ninguna.

      “Creo que para no alargar más el torneo, tendré que hacer volar el águila otra vez, con mi siguiente lance”, dijo triunfalmente Uzi.

      Las apuestas no se hicieron esperar. “Los rayos no caen nunca en el mismo lugar,” dijo alguien del público.

      El zurdo se preparó, habiendo capturado plenamente la atención de todos los curiosos. Si nadie jamás le había pegado a la veleta, la posibilidad de que sucediera en lances consecutivos era indudablemente pasmosa.

      Entró Uzi primeramente al granero y buscó la blanca piedra con la que le había atinado al águila voladora hace unos minutos. Después de encontrarla y despojarle del polvo, regresó al lugar de lanzamiento. Se escucharon palmas que a un solo ritmo lo apoyaban. El joven se había ganado la simpatía del público al hacer la recomendación que dio a su oponente los cinco puntos. Solo aquellos que habían apostado en su contra se mantenían callados.

      Adín pensaba que seguramente Uzi fanfarroneaba y que trataría de alcanzar la ventana pequeña, para volver a empatar la partida. Era éste el tiro más lógico y que la inmensa mayoría de los participantes hubieran intentado.

      El tiro de Uzi fue aun más alto que el que había emparejado el torneo unos momentos atrás. Tan arriba voló el albo proyectil que más bien pareció que jamás bajaría. La piedra siguió su interminable camino hacia las nubes. Se detuvo en el aire por un singular momento y luego bajó en alocada picada. Su apresurado e inquieto vuelo, que era casi paralelo a la vertical que decidida y certera traza la plomada del albañil, solo supo terminar su triunfal trayectoria cuando cayó exactamente sobre la cabeza del águila con tal fuerza que terminó arrancándola violentamente de la antiquísima base de piedra que por tanto tiempo la había anclado a la parte superior del viejo granero.

      El nuevo campeón, zurdo como pocos y certero como nadie, se llevó los premios y pasó para siempre a ser en una parte integral de las historias y leyendas del lugar.

     

XII

      “Hay un importante detalle que me llama mucho la atención del relato de la veleta”, pensó Ancel, “y es que aunque Uzi se mostró justo y magnánimo al recomendar a los jueces que le dieran los cinco puntos a Adín, al mismo tiempo fingió tener una devastadora torpeza e impericia durante casi todo el torneo, para luego convertirse en el indiscutible ganador al final, cuando eventualmente utilizó todas sus armas. ¿Y si así fuera con nuestro compañero de mesa?”

      Aunque muy sincero le parecía el caminante, cabía la trágica posibilidad de que estuviera tratando de encontrar la mejor oportunidad para delatar a los demás. A medida que pasaba el tiempo, mayor era el riesgo que corrían Ancel y la mujer que había lavado los pies al Maestro. Por un lado, el hombre parecía estar de acuerdo con el mensaje cristiano, no solo de palabra, si no de acción. No los había denunciado, y fue el caminante quien en un principio se había dado a la tarea de consolar a la mujer y además la había invitado a sentarse con ellos, rompiendo con más de una de las intocables tradiciones de la época. Pero la duda estribaba en si todo esto no era más que una desagradable y brusca pantomima encaminada a ganarse unas monedas romanas.

      El sentimiento que instintivamente le producía la proximidad del caminante de la túnica de lino era el de confianza. “En alguien hay que confiar en esta vida”, pensaba Ancel. “No puedo vivir aislado de los demás. Pero el consejo de mi padre siempre vale. Nada se gana con ser temerario, y la cautela es siempre una muy apreciable virtud. ¿Por qué ni siquiera me dice su nombre? ¿Qué oculta? Tampoco conozco el nombre de la mujer que lavara los pies al Maestro, pero sé que en ella sí puedo confiar. Siento ya una familiaridad y afinidad muy grande con ella, tal y como si la conociera ya por muchos años.”

      Seguía embebido en sus cavilaciones el joven Ancel cuando apareció Obed con varios platos de suculenta comida: “Me imagino que estaréis muy impacientes por la demora, pero mi cocinero se tuvo que marchar y se entorpecieron las labores de la cocina”.

      Contestó Ancel, impresionado por la aparente calidad y abundancia de la comida. “Estuve a punto de marcharme, pero la despiadada hambre que tengo me está diciendo que me quede a disfrutar de tu comida”.

      Pensó Ancel que la ronda que alrededor de la región daría el decurión demoraría varias horas más, lo que le permitiría contar con el tiempo para comer tan exquisita comida y luego, prudentemente, emprender la retirada.

      Así lo confirmaron las palabras de los demás. Fue el herrero quien primeramente exclamó, “Esta comida bien vale la pena la larga demora. ¿Y ahora, qué estamos esperando?”

 

XIII

      El humor de los comensales pareció mejorar con la comida y el vino de la casa del que todos parecían disfrutar. Atrás parecieron quedar el incomodo e indignación que primeramente las coplas y luego la narración del herrero habían producido en los cristianos. A veces se comió en silencio. En ocasiones se platicó de temas no muy controversiales como lo eran en aquellos tiempos y siguen siendo en los nuestros las recetas de cocina, el estado del tiempo, la forma de criar borregos, y la arquitectura y antigüedad de la cava en donde esos momentos estos judíos que el destino había reunido se encontraban compartiendo la comida.

      Fue el herrero el primero en comentar que el vino estaba a punto de terminarse. Aunque todos lo habían ya degustado, era Yedael el principal culpable de la purpúrea bebida se hubiera disminuido en forma no despreciable.

      El caminante se ofreció amablemente a hacer algo al respecto. Les dijo, “Creo que esperar a que el buen Obed baje a vernos es un acto de gran futilidad. Claro está que después de haber traído estos espléndidos platillos, se ha prácticamente olvidado de que existimos. Con el permiso de todos, subiré a buscarlo y a pedirle un poco más de este rico vino.” Y se marchó el caminante, prometiendo regresar en unos momentos.

      Yedael exclamó, “Y hablando de vuestro Rabino ¿Qué más me puedes platicar, mujer? ¿O tú, Ancel? Soy el único aquí sentado que nunca lo vio.”

      Contestó Ancel, “¿Y para qué quieres saber de Él? ¿Para delatarnos?”

      “No, amigo. Sé que tienes una mala opinión mía por lo de los clavos, pero te repito que soy incapaz de denunciar a nadie”, dijo Yedael.

      Intervino entonces Shifra, queriendo bromear, “Y acuérdate, amigo Ancel, que los borrachos siempre dicen las verdades.”

      “Pues me das una importante razón para no decirte nada”, contesto, muy serio, el joven.

      “Corrijo entonces lo que dije,” exclamó Shifra. “Mi marido no está borracho. Habla con confianza, que estás entre amigos.”

      Quizás animado también por el vino que había consumido, o por la bondad de la comida, habló por fin Ancel, con vehemencia y pasión, “Seguí a Jesucristo en su agonía. Cerca de Él estuve cuando fue azotado, cuando cargó el pesado madero, cuando usando tus clavos lo subieron a la cruz, cuando padeció en el Calvario, y cuando murió. Sentí el amor de su mirada aun cuando no tuve el valor de ayudarlo. ¡Cómo quisiera poder cambiar esa historia! Es muy tarde para pedirle perdón como fervientemente lo deseo. Quiero confiar en tu promesa de no denunciarme y quizás esté yo cometiendo una imprudencia, pero te confieso que esas pocas horas dejaron en mí una imperecedera huella. Espero que en un futuro me pueda unir al grupo que seguramente lo seguirá aunque haya muerto. Quiero aprender más de sus enseñanzas y pertenecer al número de sus fieles hasta el final”.

      Y así respondió a la declaración de Ancel la mujer del velo verde: “Y yo confirmo lo dicho por Ancel. Soy la mujer pecadora de la que se ha hablado siempre en esta región. Y soy quien fue perdonada por Jesús en casa del fariseo en una aldea no muy lejana de aquí. Con mis lágrimas arrepentidas le lave los pies y con este corazón que hoy late inconsolable al penar su muerte, recibí su perdón”.

      Dijo entonces Shifra, “Admiro las historias que acabo de escuchar. Me cautiva vuestra devoción al contarlas. Y de mí no escucharán los romanos ni una palabra. Os veo tan convencidos y con tanta paz al hablar de Jesucristo, que ansiaría poder ser parte de vuestro movimiento. Pero difícil será el hacerlo en estas circunstancias”, concluyó, apuntando a la talega que usaba para cargar los tiranos clavos de las crucifixiones.

      Dijo entonces la mujer, “Es una pena que no hayas conocido al Maestro mientras vivía. Predicaba la necesidad de arrepentirse, de perdonar, de no engañar ni mentir, y en fin, de amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos. Su mensaje fue de amor y de paz, de reconciliación y de reencuentros, y de una promesa de salvación para judíos y gentiles.”

      Yedael intervino, “Difícil sería dejar este negocio tan productivo.”

      “¿Y si dejaras de venderle a los romanos y te dedicaras solamente a la construcción de casa de los judíos y otros súbditos del Imperio?,” preguntó Ancel.

      “¿Y por qué no te haces tú mismo esa pregunta y jamás vendes otra manta a los romanos?”, fue la pronta respuesta del herrero.

      Guardaron todos silencio en respuesta a que en esos momentos llegó a sus oídos el ruido producido por una notoria algarabía en la parte superior del mesón.

 

XIV

      Alarmados, los cuatro comensales vacilaron. Sobresalía la voz del tabernero, quien a gritos exclamaba en tono acusatorio, “¡Yo los oí! Te digo que yo los oí. ¡Sí son de…”, aunque los gritos de los presentes impidieron que se escuchara el resto de sus palabras.

      Ante la visible turbación de la mujer del velo verde, Ancel le apretó con su mano el antebrazo, diciéndole, “No te preocupes, mujer, que estamos juntos y todo saldrá bien.” Aunque ni él mismo creyó nada de lo que acaba de decir, sus palabras tuvieron la virtud de hacerlos sentir un poco más tranquilos.

      Dijo el herrero, “¿No sería bueno que suba a ver qué sucedió? ¿Qué tal si tu amigo se ha metido en algún lío y nos necesita?”

      Se oyó entonces una voz autoritaria bajando la escalera: “No es necesario que nadie suba si es a vosotros a quien vengo a ver,” retumbó la voz del Decurión Aurelio Floridio, quien entró después de que lo hiciera el hombre de la túnica de lino, y era seguido unos escalones atrás por el mesonero.

      “Me han contado detalles mucho muy interesantes de sus encuentros con Jesús,” dijo el oficial del ejército, al parecer muy satisfecho, y con un tono ciertamente amenazante.

      En el corazón de Ancel se albergó en ese momento la confirmación de sus sospechas. No cabía duda que el desconocido de la túnica había traicionado su confianza y por un puñado de monedas los había delatado ante las autoridades romanas. En lo más profundo de su ser Ancel sintió en sus momentos impulsos de ira e indignación al saberse estafado, engañado, acuchillado por la espalda, por el caminante. Pensaba, “Sigo sin creer que por mi torpeza y tremenda imprudencia haya yo dado lugar a que este infeliz me haya denunciado ante el Decurión.”

      Furioso, Ancel increpó al caminante, “¿Qué les dijiste? Ya sospechaba yo que no merecías mi confianza. ¡Mi imprudencia al platicar contigo me saldrá muy cara! Veo que firmé mi sentencia de muerte al confiar en ti. Lo que acabas de hacer es imperdonable. ¡Lo que es el poder de los denarios!”.

      Mas el hombre no le respondió y se limitó a mirarlo fijamente por unos momentos, mientras que la mujer del velo verde rompió en amargo llanto. El herrero y su esposa, entendiendo que no eran ellos los acusados, guardaban un inconmovible silencio.

      El decurión se dirigió al hombre de la túnica de lino, a quien seguía sujetando por el brazo: “Habla. Dinos más de estas gentes. Tú, que los oíste, puedes acabar por ganarte la generosa recompensa que ofrezco”.

      De nueva cuenta exclamó Ancel, irónicamente, “!Espero que te aproveche la recompensa, y que en el banquete que seguramente te darás brindes por estos dos amigos cristianos que pudiste haber tenido! Seguramente ya no estaré yo aquí para verlo, pero veo que planeaste todo muy bien. ¡Y ni siquiera voy a saber cómo te llamas!”

      Nada respondió el hombre, y se limitó a devolverle los improperios con otra muy profunda y grave mirada. Intervino el mesonero, quien con un ansioso tono exclamó, “Aurelio Floridio, tú sabes que este hombre no merece recompensa alguna. Creo ser yo quien de tus manos debe recibirla”.

      Confundido por esas palabras, Ancel exclamó, “¿Tú también eres traidor, inmundo tabernero? ¿Tanto amas tú la plata?”

      Opinó entonces el soldado, “Todo lo que sé de ti y de esta mujer me lo ha dicho el tabernero.” “Quiso delatar también a este otro hombre,” agregó, señalando al caminante, “pero no ha podido producir prueba alguna.” Y dijo luego señalando al hombre de la túnica de lino, “Este pobre hombre no ha hecho nada mas que subir a pedir más vino. No ha cruzado palabra alguna conmigo”.

      Ancel enrojeció, avergonzado por las injustificables acusaciones que en contra de su compañero de mesa había levantado. Exclamó entonces, “Amigo, apenadísimo me encuentro por haberte levantado tan abominable falso testimonio. Te he juzgado y condenado sin causa alguna. No soy digno ni de pedirte perdón.”

      Después de unos momentos, habló por fin el hombre de la túnica de lino. “Amigo Ancel, no te culpo por tu reacción. Creo que es lo más normal dado el temor que guardas en tu corazón ante la posibilidad de ser denunciado como seguidor de Cristo. Pero algo que sí debo decir a ti y a esta buena mujer es que han sido necios y tardos de corazón para creer lo que anunciaron los profetas acerca del Maestro.”

      El significado de tales palabras no fue entendido en ese momento por ninguno de los ahí presentes, aunque sí notó Ancel que la sentencia había sido pronunciada con cierta brusquedad. Mucha razón tenía el caminante en verse irritado, después de las insultantes acusaciones que Ancel había públicamente externado.

      Y dijo entonces el caminante, dirigiéndose al oficial romano: “Decurión, te propongo que antes de que te lleves a quienes decidas arrestar, nos dejes acabar de cenar”.

      “Pero no entiendo cómo alguien pueda tener hambre ante lo que se nos avecina,” dijo la mujer del velo verde. “Me parece que no tiene sentido lo que dices”.

      “Me parece buena y divertida tu idea,” contestó el decurión. “A sentarse todos a la mesa, que ahora soy yo quien tiene hambre y deseo que me acompañen antes de que me los lleve. Y ni se les ocurra desafiarme, que mi terrible espada es más veloz que el rayo”.

      Ocuparon todos un lugar a la mesa, sentándose en las respectivas cabeceras el decurión y el caminante de la túnica de lino, mientras que de un lado quedaron el herrero y su mujer, y del otro, Ancel y la mujer del velo verde. El mesonero estaba de pie al lado de la mesa.

      “A disfrutar de esta comida, que no todos los días sirve así Obed a sus clientes,” exclamó con evidente deleite el decurión, quien inició el banquete sin ser acompañado por ninguno de los ahí sentados. Estaba claro que realmente no esperaba que nadie comiera con él, pero al mismo tiempo aprovechaba la ocasión que se le presentara para hacer alarde de su poder como oficial del grandioso ejército romano.

      Fueron otra vez unos ruidos provenientes de la escalera los que interrumpieron la reunión. Del último escalón surgió un hombre, arrastrándose por el arenoso suelo. Las piernas de este pobre hombre acusaban una severa delgadez que delataba la parálisis que seguramente desde hace mucho tiempo le aquejara. Exclamó, “No quisiera interrumpir vuestra reunión, pero me dijeron arriba que había aquí varios cristianos y les quisiera pedir que oraran por mí. Me llamo Roguiel y sobrevivo mendigando, arrastrándome por el suelo, ayudado por la caridad de la gente.”

      Contestó el decurión, “Sobra un lugar en la mesa, aquí junto a esta mujer,” dijo, refiriéndose a Shifra. “Ahora mismo yo te ayudo a sentarte, Roguiel”. Y el corpulento militar, sin mayor esfuerzo, levantó al desvalido y lo sentó en la último sitio que quedaba a la mesa. La conducta del militar no dejaba de asombrar a Ancel, pues por un lado había amenazado con llevar presos a los comensales, y por el otro, se mostraba amable y servicial.

      Agregó el decurión, siempre repleto de contradictorias reacciones que variaban desde los abusos de poder hasta la benevolencia: “¿Pero qué esperáis? Tienen mi autorización para orar por este pobre hombre.”

      Fue la mujer del velo verde quien exclamó, “¿Para qué negar nuestra devoción al Maestro de Galilea? Claro está que soy su seguidora y aprovecho ahora que nos lo permites, orar según lo que de Jesús hemos aprendido. Lo único que se me ocurre para orar por este pobre hombre es hacerlo en memoria del Rabino.”

      “Hagámoslo,” contestó Ancel.

      “En una de sus enseñanzas, Jesús nos dijo, ‘No se sientan atribulados. Confíen en Dios. Confíen en mí.’ Recordándolo, oro ahora por este hombre que no puede caminar, y por nosotros, para que tengamos paz en nuestro corazón a pesar de todas las dificultades que enfrentamos en nuestras vidas”.

      “Que así sea,” contestaron Ancel, el herrero y su esposa, el caminante y, por supuesto, Roguiel, el muy agradecido inválido.

      “Qué bueno que hayáis terminado de hacer sus oraciones,” quien había guardado silencio. Pero, comamos. Me disgusta mucho ser el único que lo hace. Así, es que, por las buenas o por las malas, os ordeno a comer conmigo.”

     

XV

Ancel, sabiendo que su vida pendía de un tenue hilo, no quería resignarse a su suerte. Por su mente desfilaban un sinnúmero de ideas para escapar. Pensó que sería bueno fingir resignación para luego aprovechar alguna distracción del infame decurión romano para así escapar.

      Fue Roguiel quien habló. “Gracias por la oración, que realmente me ha dado mucha paz. Pero ¿Qué es esto que me ha incomodado cuando me sentaste, Decurión?,” dijo, tomando con su mano el clavo de la crucifixión de Jesús que Shifra. El clavo lo había puesto la mujer del herrero junto a ella en la tabla que les servía de asiento y eventualmente había quedado debajo de las adelgazadas piernas de Roguiel. “¿De dónde salió este clavo?”, preguntó, mientras buscaba reacomodarse en su asiento, moviendo las piernas y apoyándose levemente en los pies. Estos movimientos no pasaron desapercibidos. Shifra, sentada junto a él, le dijo, “Eres un embustero. Habías dicho que no podías mover las piernas, y las acabas de mover.”

      “No sé qué me está pasando”, dijo el inválido, mientras se incorporaba de la mesa. El caso es que mis piernas, que habían estado inutilizadas por más de veinte años, me están respondiendo. Y procedió a caminar tentativamente por la cava. “No lo puedo creer,” dijo, llorando. “¡Camino!”.

      “Es el efecto de nuestras oraciones, que pronunciamos con fe en Jesús,” dijo la mujer del verlo verde.

      “¿Y no será también porque este hombre estaba sentado donde Shifra había puesto el clavo de la crucifixión del Maestro?”, dijo Ancel.

      “Creo que tienes razón,” dijo la mujer del velo verde. “Hubo una mujer que había sangrado por varios años y sanó cuando tocó una borla de la túnica del Maestro. En esa ocasión, Jesús sintió la forma en que a alguien había sanado y procedió a preguntarle a todos presentes quién había sido. Hubo entonces quien la acusara, aunque no creo que haya sido en serio, de ‘robarle’ a Jesús ese milagro. ¡Qué interesante es el saber que los milagros de Jesús pueden tener lugar al momento en que alguien toca algún objeto que tenga que ver con el Maestro!”

      “Yo tengo una mejor explicación,” contesto Aurelio Floridio, siempre fiel a su promesa de servir al César. “A mí no me engañan con esta entretenida función de teatro. Es obvio que este hombre, con todo y sus endebles piernas, nunca ha tenido ningún problema para caminar. ¡Basta ya de fingir, que tengo hambre!”

      La respuesta de Roguiel fue sucinta: “Te aseguro, Decurión, que desde que cumplí los quince años no había dado un paso. Observa, te ruego, las callosidades y asperezas que me han salido en las rodillas, los tobillos, y el dorso de los pies. Me he arrastrado en la inmundicia de las calles de esta aldea por más de dos décadas sin esperanza de nunca poder levantarme,” fue la vehemente respuesta de Roguiel.

      “Yo decido no creer en sus cosas de judíos. Prefiero ya cenar. Quiero que alguien nos sirva a todos el vino y pan y ese delicioso queso de cabra que nos trajo Obed. Esa tarea te toca a ti,” dijo, dirigiéndose al caminante, quien había permanecido callado desde que llegara Roguiel a la cava.

      “Lo haré con gusto,” dijo el caminante. 

      El único pedazo de pan que había en la mesa estaba enfrente a Ancel. Decidió obedecer al soldado y le pasó la hogaza a su amigo el caminante, quien al tomar el pan, propuso, “Quisiera que me permitieras decir unas palabras, Decurión. Es costumbre entre mi gente el bendecir nuestros alimentos antes de la comida”.

      “Pues adelante. Seguid con vuestras oraciones que yo me encuentro de muy buen humor. Los dioses que adoran los hebreos son distintos a los que nosotros los romanos alabamos. Pero ya que estamos celebrando, no me da más perder un poco el tiempo. Pero que sea breve tu oración, pues tengo un hambre bestial.”

      Extendió entonces el hombre sus brazos, mostrando a todos por primera vez sus manos, en el centro de cuyas maltratadas y lastimadas palmas claramente se apreciaban cruentas heridas. Las asombradas miradas de todos los presentes iban del rostro del caminante a sus llagadas manos. Tomando el pan, el hombre de la túnica de lino lo bendijo, lo partió, y repartiendo un pedazo del mismo a cada uno de los presentes, dijo, “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo. Este es el mismo cuerpo fue entregado por vosotros y por todos para el perdón de sus pecados. Es mi deseo que esta fracción del pan la sigáis realizando, siempre en memoria mía.”

      Las palabras tuvieron un efecto inmediato en los ahí presentes. Por fin se les abrieron los ojos y los que lo habían visto en días pasados, reconocieron al Maestro.

 

XVI

      Fue la mujer del velo verde quien primero reaccionó. Derramando incontrolablemente copiosas y exuberantes lágrimas de emoción, se echó a los pies de Jesús e inició el reverente y tan significativo proceso de lavarlos. Produjo, ante la asombrada mirada de los presentes y tal como lo había hecho hacía poco tiempo en casa del fariseo, un frasco de perfume. Agradecida, y sin poder pronunciar palabra alguna, rindió su tributo de amor y agradecimiento al Maestro.

      Ancel se acercó a Jesús, y sin poder contener sus emocionados y sentidos sollozos, se arrodilló frente al Rabino, diciéndole, “Maestro, mis ojos estaban incapacitados para reconocerte. Ahora sé que eres el hombre que cargó la cruz, el que fue azotado y martirizado por los soldados romanos mientras que yo, inútil y cobardemente simplemente me negué a prestarte ayuda. Sé que algo podría haber hecho, y mi falta de acción es algo que no me puedo perdonar. No soy digno estar bajo ningún techo que te cobije y menos aun merezco compartir el pan contigo. Ahora entiendo porqué sentía yo en mi corazón que tú eras una buena persona. Y después te convertí en el objeto de mi injustificable ira e imperdonables insultos. Mil perdones, que sé que no merezco, te pido de corazón.”

      La respuesta del Maestro fue rápida y sincera. “Ancel, amigo, tu sincero arrepentimiento es suficiente. Yo te perdono. Guarda en tu alma buena esta paz que te doy y que está más allá de tu entendimiento. Y perdónate a ti mismo, que tu Señor ya te perdonó todas tus faltas. Quiero que estas llagas que tan patentes llevo en mi cuerpo y que significaron mi muerte, ahora te sanen, que te den vida, esperanza y paz.”

      Ancel abrazó al Maestro con una plena y verdadera paz interior, misma que jamás en su había experimentado. No cesaba de expresar su profundo agradecimiento a Jesús.

      Los demás observaban estas escenas sin poder actuar. Tanto Aurelio Floridio como Shifra habían reconocido a Jesús, aunque no habían logrado asimilar en su corazón el hecho de que el Maestro viviera. En la mente del oficial desfilaban lentamente los momentos en que Jesús había sido arrestado, mismos que él había presenciado y que habían eventualmente culminado con la muerte del carismático judío. Recordó la espada del seguidor de Cristo, la que con fiereza había rebanado la oreja de aquel joven. Supo entonces que tal incidente había sido verídico, y que él había presenciado en realidad un milagro. Comprendió por fin también que Roguiel había experimentado un milagro y que realmente había estado inválido. Su honor de oficial romano, sin embargo, le impedía actuar. Decidió que sería mejor callar y guardar sus profundas y contradictorias emociones en su corazón.

      Fue Yedael, el Herrero, quien le hablo a su esposa, “¿Me puedes decir qué está pasando? ¿Quién es?”, dijo, señalando al Rabino.

      Casi sin poder articular palabra y con su mirada fija en Jesús, Shifra contestó, “Él es el crucificado que vi morir. Es… Es el reo que tus clavos—nuestros clavos—colgaron a esa infame cruz romana. Es el pobre desdichado que yo vi, muerto en la cruz, cuyas manos y pies atravesaron esos clavos que yo busco cuando se hace de noche para que les saques filo y los pulas en tu taller. ¡El clavo que aquí ves y que te traía para que lo rectificaras sirvió para colgarlo de la cruz! ¡No lo puedo creer…!”

      Dijo Jesús entonces, extendiendo las manos en donde los ojos de los presentes observaban claramente las inhumanas llagas dejadas por las cruentas estacas metálicas forjadas por el herrero. “Vuestros ojos estaban imposibilitados para ver la verdad. Creed ahora que el velo se ha levantado.  Que estas llagas sirvan para traer luz a vuestras vidas y que os sanen. No olvidéis que este sacrificio fue por todos los hombres”.  Miró Jesús al Decurión al pronunciar estas últimas palabras.  La mirada del oficial romano, que no había abandonado al Redentor ni un solo momento, pareció cambiar al escucharlas.

 

XVII

Shifra dudó antes de contestar. Por fin musitó, “No me atrevo ni siquiera a pedirte perdón, Maestro. ¿Cómo lo puedo hacer si tú me oíste cantar los ridículos versos en los que me celebraba nuestro éxito como fabricantes de clavos, mofándome al mismo tiempo de tu dolor? ¿Cómo puedo ni siquiera atreverme a hablarte si tú sabes que los frutos de nuestro trabajo han compartido mucho de la culpa de tu suplicio y muerte? Ningún perdón puede borrar de mi corazón el agudo remordimiento que ahora siento”.

      “Lo dije en la última cena que tuve con mis discípulos, Shifra. Mi cuerpo sería entregado por todos. Y eso te incluye a ti. Y a Yedael. Y a todos los que ya sea por su mano o indirectamente tuvieron algo que ver con mi crucifixión.”

      “Pero, ¿Quiere decir eso que me perdonas?”

      “Te perdoné en el momento que te arrepentiste. Mi muerte fue para redimir los pecados de todos los hombres. Cuando tus ojos por fin me vieron y en tu corazón supiste que habías hecho algo indebido, te arrepentiste. Y escúchame bien, Shifra, pues no hay nada que puedas hacerme que no te vaya yo a perdonar si tú te arrepientes.”

      La inédita, total y poderosísima paz que sintió Shifra fue algo que la mujer nunca olvidaría. Permaneció inmóvil por algunos momentos, disfrutando de este nuevo sentimiento que estaba muy lejos de cualquier alcance.

      Con arrolladora fuerza, las palabras de misericordia del nazareno resonaron en los oídos de Obed y de Aurelio Floridio. Al mesonero le parecía difícil creer que alguien pudiese ser sincero al decir que todo podría perdonar. “No creo”, pensó, “que estos pobres judíos que acabo de denunciar y que seguramente van a ser crucificados por estos bárbaros me puedan perdonar. La ley del Talión es muy justa y es natural que me repudien. No creo que en mí alguna vez pueda existir una fuerza tan grande que me ayude a perdonar algo tan fuerte”.

      Aunque Obed había escuchado historias y anécdotas del rabino que recorría los rincones galileos, su mente estaba fijada en las tres docenas de monedas que se le había prometido, y no había prestado mucha atención a lo que se había dicho.

      El decurión, sin embargo, estaba seguro de que a su lado, sentado a la mesa, estaba el preso que él había ayudado a capturar, el reo quien había tomado del suelo la oreja del joven servidor y en forma milagrosa la había restaurado a su lugar. Era este el hombre por cuya intercesión había sanado el inválido, delante de sus propios ojos. Este era el hombre que se rindiera pacíficamente, pidiendo paz a sus amigos y tratando de evitar más derramamientos de sangre. Era el predicador que traía a todos un mensaje de paz, amor, unidad, y harmonía, y quien ultimadamente fuera condenado a sufrir los azotes y el desprecio de propios y extraños y morir la despiadada muerte de la cruz.

      Una fiera lucha interna sucedía en su corazón de soldado romano. Tenía Aurelio Floridio por un lado en su conciencia presente siempre el deber, sus obligaciones para con el Imperio y su hasta entonces inquebrantable lealtad al César. Aunados a estos estaban su férrea disciplina, sembrada en lo más profundo de su ser por los años de aquel tan singular y riguroso entrenamiento militar, que en aquella época era indudablemente el mejor y más exitoso en el mundo.

      Shifra fue quien tomó en ese momento la iniciativa. Con una pasmosa seguridad y señalado aplomo que resplandecían en su perfil hebreo, se acercó a Jesús, y emocionada, lo abrazó.

      Exclamó entonces, ahogada entre dichosos sollozos la mujer del velo, “Maestro, siento en mi corazón una dicha y paz indescriptibles. Me aterroriza el horrible y cruel castigo que los soldados romanos impondrán a este pobre cuerpo mío. Pero pienso que con lo eficientes que son estos soldados al eliminar a sus enemigos, no tardaré en saber lo que es la dicha perfecta que tú, Maestro, nos prometes en el paraíso”.

      A ninguno de los presentes escapó el gesto de Jesús. Reflejada en el rostro del Maestro había una leve sonrisa con la que aprobaba las observaciones de la mujer. La paz en la mirada del Rabino fue en ese momento una arrolladora ola que cubrió a los que en Él creían con sentimientos de avenencia, confianza, esperanza, y dicha.

      Después de unos momentos de silencio, los comensales despertaron del dulce ensueño que habían vivido. Parecieron tomar conciencia de la situación en que se encontraban.

      Fue Shifra la primera en exclamar, “Maestro, tu presencia entre nosotros es lo único que necesito en este momento. Y con gusto renunciaré a mi trabajo en la herrería de mi esposo para seguirte”.

      Yedael contestó, “Aunque quiero entender tu decisión, no puedo estar de acuerdo. Tu lugar está conmigo.”

      “Pues entonces, deja tú también la forja y únete a los seguidores de Cristo,” replicó Shifra.

      En voz muy baja dijo entonces la mujer del velo verde a Jesús, “¿No dijiste alguna vez que tus discípulos se convertirían en pescadores de hombres, Maestro? Creo que Shifra ya entendió tu mensaje”.

      Contestó el Rabino, “Así es. Le pedí a mis primeros discípulos, como también ahora también os lo pido, que dejaran sus redes de pescadores y que me ayudaran a convertir al mundo”.

      Fue Shifra la primera en reaccionar, “¿Y por qué no puedes convencer a mi esposo que deje su trabajo y te siga como yo lo pienso hacer?”

      “Puedo pedírselo, pero a nadie voy a obligar a que me siga. Y recuerda que también dije alguna vez mi mensaje traería división. De ahora en adelante, cinco en una casa estarán divididos; tres contra dos y dos contra tres”, contestó Jesús.

      “Y perdona que te interrumpa, Maestro,” dijo Ancel, quien había callado hasta este momento, “pero creo que poco importa lo que Yedael y Shifra decidan. Es evidente que además de llevarse a los que ya habíamos declarado nuestro cristianismo, el decurión debe también llevarse a Shifra. Y si Yedael se convirtiera, su suerte sería también la misma. Este matrimonio de herreros no tiene mucho futuro por delante”, dijo, con un poco de sarcasmo aunque con innegable resignación.

 

XVIII

Las palabras de Aurelio Floridio, por su trascendencia, dejaron sin habla a todos los presentes, “¿Y quién va a llevar a estos discípulos a los romanos? No veo aquí a ningún oficial del ejército imperial.” Atónitos quedaron todos los congregados a la mesa. Ansiaban todos creer que el militar se había convertido.

      Ante el silencio de la concurrencia, el decurión prosiguió, “Tus palabras, Maestro, han al fin penetrado este duro corazón romano. Te vi entregarte. Y al partir el pan hace rato dijiste que tu cuerpo fue entregado por todos. A pesar de no ser judío, sé que esas palabras me incluyen. A menos de que tú digas lo contrario, quiero seguirte. No tengo redes de pescador, pero aquí, delante de ti, Jesús, renuncio a lo que fui. Ya no quiero ser decurión. Renuévame, Maestro, que ya no quiero ser lo que fui ni pretendo perseguir a tus discípulos. Me declaro cristiano y desde hoy, fiel seguidor tuyo”.

      Intervino entonces Obed antes de que Jesús contestara, “Tengo una sola petición para ti, Aurelio Floridio. Contaba yo ya con mi recompensa. Si eres hombre de palabra, creo que debes darme esas monedas.”

      Era evidente el tabernero no tenía intenciones de apoyar a los seguidores de Cristo. Respondió prontamente el ahora ex-soldado, “Soy hombre de palabra y no tengo ningún interés de conservar este dinero. Aquí lo tienes.”

      “Me parece justo”, contestó el mesonero, agregando, “Y para celebrar este acontecimiento, permítanme subir a la cocina y ordenar un poco más de comida para vosotros, que sois, sin duda, clientes distinguidos”.

      Exclamó entonces el Maestro, “Bien hecho, Aurelio Floridio. No eres ni el primer romano ni serás el último en seguirme.”

      “Explícanos, Rabino, cómo es la Casa del Padre, que muchas veces mencionabas en tus predicaciones,” dijo la mujer del velo verde, mientras seguía perfumando los pies de Jesús y al parecer sin tener preocupación alguna por los problemas inmediatos que seguramente enfrentarían al seguir a Cristo, ni tampoco por las cosas de este mundo.

      “En la Casa de mi Padre hay muchas moradas para quienes siguen sus preceptos y mandamientos en su vida terrenal,” comentó Jesús. “Y no os sintáis atribulados. A pesar de los peligros que enfrentamos en el mundo, quiero que tengáis mi paz. Que viva mi paz en vuestros corazones. Creed en Dios. Creed en mí! Permitid que estas heridas que hoy siguen en mi cuerpo los sanen de vuestras heridas, de vuestros sufrimientos, de vuestras inseguridades. Abrid la puerta de vuestro corazón y dejad que mis llagas os den una nueva vida.” Y procedió después a contar varias parábolas similares a las que había narrado en su peregrinar. En todas ellas venían entrelazadas las enseñanzas que solo el Maestro, con la gran elocuencia que lo había caracterizado, deseaba impartir a sus seguidores.

      Habiendo escuchado la preciosa predicación del Rabino, Aurelio Floridio le preguntó, “Y ahora, Maestro, ¿Qué quieres que hagamos los que hemos decidido seguirte?”

      “Id y enseñad. Id a todo el mundo a proclamar la Buena Nueva,” fue la respuesta del Rabino, quien concluyó, “Hacedlo con vuestras vidas, vuestro ejemplo, vuestras palabras, dando de esa forma testimonio de ser mis seguidores. Tened siempre presente en vuestro corazón que Yo soy la puerta, y quien por mi entre, será salvo”.

      Las palabras tuvieron un señalado y profundo efecto en Yedael. Sin poder contener las lágrimas exclamó, “Hermanos todos, tengo muchas dudas en mi corazón. Pero después de escuchar tu llamado, Maestro, no me queda mas que confesar que te voy a seguir. En primer lugar, me dolería mucho separarme de Shifra. Además, conociéndola como solo yo la conozco, sé que no la voy a hacer cambiar de opinión. No tenemos hijos y no me cabe duda de que mi familia se haría cargo de la herrería si yo la dejara. Pero he recapacitado, y quiero decirte, Jesús, que no permitiré que de mi forja salgan más clavos de los que se usan en la crucifixión. Que quede en la conciencia de otros herreros de nuestra tierra el hacerlo.”

      Le contestó Jesús, “Shifra te dará una hija en menos de ocho meses, amigo Yedael. Pero que no sea el milagro de la vida que ya existe en su seno la única razón para seguirme. No seréis el único matrimonio que se una al nuevo movimiento. Sé bienvenido.”

      La alegría en el rostro de los esposos herreros, quien no esperaban tal noticia, fue patente. En ningún momento dudaron de las palabras del Rabino. Los demás amigos sentados a la mesa los felicitaron efusivamente, habiendo creído también en las proféticas y significativas palabras de Jesús.

      Exclamó entonces Yedael, “Maestro, contigo a nuestro lado, no creo que nadie nos pueda hacer nada.”

      La respuesta Jesús fue rápida: “Amigo Yedael, temo que no son así las cosas. El guardar los mandamientos de mi Padre te acerca a la vida eterna, pero no te garantiza que vivas sin peligro. Muchos de vosotros seréis perseguidos por mi culpa. Seréis vituperados y castigados. Algunos moriréis. ¡Yo mismo padecí el tormento de la Cruz! Mi santa madre, quien merecía menos que nadie la pena de verme morir, pasó por ese dolorosísimo trance de verme expirar en la cruz. Gozaos y alegraos, que es grande la recompensa que tendréis en la Casa del Padre”.

      Comprendieron todos la gravedad de su situación. Sintieron casi al mismo tiempo la necesidad de buscar refugio y, al menos esa noche, alejarse de los lugares públicos. Tomó la iniciativa Aurelio Floridio: “Os propongo, compañeros, que salgamos de este mesón y nos resguardemos, pues no dudo de que el tabernero nos denuncie a la primera oportunidad. Su enfermizo deseo de llevarse a casa la plata del César es tan evidente como lo es su falta de escrúpulos. Lamento no haberme percatado de la situación hasta ahora. Pero el hecho es que tenemos que actuar”.

      Recordó Ancel las sospechas que había tenido cuando sorprendiera al tabernero a media escalera. ¡Cuánto deseó en ese momento poder retroceder el tiempo y haber salido del mesón en aquellos momentos, cuando no había mayores obstáculos!

      Estando todos de acuerdo, tomaron la decisión de abandonar las cavas bajas y subir a la parte principal del mesón para liquidar la cuenta y buscar todos juntos algún refugio.

      “No se preocupen por mí,” dijo Roguiel, incorporándose sin hacer el menor esfuerzo, “que gracias al milagro que vivimos no los he a demorar en lo absoluto”. Sin embargo, aunque podía caminar, los pasos de Roguiel eran aún vacilantes.

      Encabezados por el ex-decurión, y con Jesús al último, el grupo pasó a la cava superior. Fue Jesús quien ayudó a Roguiel a subir los escalones, pues aunque el lisiado podía ya erguirse, los escalones no dejaban de representarle alguna dificultad. Al llegar arriba, fue Ancel quien preguntó a alguno de los empleados, “Queremos pagar la cuenta, pues nos urge marcharnos. Llévame con Obed”.

      La respuesta del empleado heló el humor del grupo cristiano. “Obed salió con rumbo al cuartel militar. Me dijo que tenía un negocio muy importante que ver con el Centurión, pero que no tardaría en regresar. Me ordenó que escogiera el mejor vino de la casa y preparara un banquete muy especial para el Centurión pues sería ésta una memorable ocasión. Ya no deben de tardar.”

      Todos en el grupo intuyeron el grave significado de la misión de Obed en su visita al cuartel romano. Seguramente lo motivaba el atractivo prospecto de procurarse un jugoso galardón al denunciar a varios cristianos y, especialmente, a un decurión traidor. Entregó entonces Ancel un puñado de monedas al empleado, diciendo, “Sé que esto cubre nuestra cena, y hasta sobra.”

      Contestó el empleado, “Me dijo Obed que solo él podría cobrarles y que hicieseis favor de esperarlo.”

      Replicó Aurelio Floridio, “No se podrá hacer lo que me pides. Nos marchamos”.

      El empleado comprendió que nada podía hacer ante el soldado para impedir que los clientes del mesón se marcharan. Asintió, “Gracias entonces, Decurión”.

 

XIX

Bien sabía el grupo de cristianos que no les quedaba mucho tiempo y aún tenían que subir la escalera que los llevaría hacia el exterior de la cueva. Aunque nadie del grupo lo decía, reconocían ahora que había sido una descuido grave el haberse quedado a cenar en el mesón después de que el ladino tabernero los dejara solos en la cava inferior.

      Yedael y Shifra fueron los primeros en subir. Lo hicieron velozmente, subiendo los malgastados

peldaños de dos en dos. Una vez que salieron a la intemperie, atisbaron los alrededores de la colina en la que se localizaba el mesón de Obed. Ayudados por la muy débil luz que aun brillaba en el agonizante atardecer galileo, pudieron distinguir, a lo lejos, una inconfundible carroza romana que, tirada por un par de formidables rocines y al parecer con dos hombres a bordo, avanzaba en dirección al mesón.

      Un sentimiento de pavor se apoderó de los herreros. Su instinto fue el huir y esconderse de los romanos, pero pudo más su sentido de lealtad hacia sus amigos y sobretodo a Jesús. “No seremos nosotros quienes abandonen a Jesús ahora que lo hemos conocido”, dijo Yedael al momento que regresaba al portón del mesón con el fin de alentar a sus compañeros. “Apuraos, que viene el centurión,” les suplicó.

      Pero su aprieto era evidente. Los lastimosos pasos de Roguiel entorpecían notablemente la subida de la escalera. Quien se arrastrara por más de veinte años, ahora se apoyaba en Jesús y subía lentamente la escalera. Fue Aurelio Floridio quien regreso y exclamó, “La forma más fácil es que yo te cargue hasta arriba de esta escala y luego, como podamos, busquemos ocultarnos del centurión.” Y poniendo manos a la obra, relevó a Jesús y cargó sobre sus espaldas a Roguiel.

      Salieron por fin todos de la cueva y se percataron de que la carroza romana se había acercado perceptiblemente y estaba ahora a unos cuantos minutos de arribar a la taberna subterránea.

      Aurelio Floridio depositó a Roguiel en el suelo y pidió a Ancel una de las túnica con las que el abonero comerciaba, misma que vistió encima de su uniforme militar con el fin de no llamar la atención. En lugar de correr, el grupo caminó con aparente naturalidad el perímetro del cerro donde estaba la cava, y en unos momentos, después de doblar un rocoso promontorio, se encontraron en la ladera opuesta. El antiguo desvalido no tuvo ya mayor dificultad en caminar con los demás. El panorama parecía propicio, pues veían a su diestra, varias casas y a su siniestra, muchas otras laderas horadadas por un sinnúmero de cavas similares a la que albergaba el mesón de Obed.

      El grupo decidió seguir el camino a su izquierda y así adentrarse en el enmarañado y lioso laberinto que formaban las cavas de la venerable población. La noche había ya caído. En voz baja dijo Aurelio Floridio, “Hay tantas cavas en estos promontorios que el centurión jamás podrá encontrarnos”.

      Después de caminar por un rato, y habiéndose asegurado de que no habían sido seguidos de cerca por los militares, el grupo de cristianos escogió una bodega casi al azar. Forzaron con la espada del antiguo decurión la herrumbrosa y de por sí estropeada cerradura que fielmente guardaba el portón y se adentraron a la cava. En el acto, varios pedazos metálicos de la cerradura quedaron esparcidos en el arenoso terreno. Los cristianos encendieron, no sin algún esfuerzo, una antorcha que el dueño de la bodega seguramente había dejado a la entrada de la misma en su última visita.

      Con extrema cautela, por no conocer el interior de la añosa horadación, los cristianos bajaron lo más lejos que pudieron. Parecían haber tenido suerte pues la cava era de gran tamaño. Tomaron asiento en unos roñosos leños.

      Unos cuantos minutos después escucharon desde el fondo de su aposento subterráneo el característico repiquetear de los cascos de lo que parecían ser varias cabalgaduras, justo al lado del portón. Varias voces acompañaban el ruido de los caballos. Los cristianos apagaron apresuradamente la antorcha. Aurelio Floridio y Ancel se acercaron la pesada y desgastada puerta con el fin de oír lo que los jinetes decían. El característico sonido del latín, que en este caso causó escalofríos al decurión y Ancel, se escuchó con nítida y tersa claridad. Ancel tocó en el hombro a su compañero a modo de interrogación. En el tono más quedo posible, el romano contestó, “Dicen que dado el grandísimo número de cavas y lagares, sería impráctico ir en nuestra búsqueda. Ni siquiera están seguros de que por acá nos encontremos y uno de ellos sospecha que hemos huido en dirección a la aldea vecina. Parece que se van a dar por vencidos dada la obscuridad de la noche. Creo que hemos sido muy afortunados”.

      Ancel no estaba tan seguro. Aterrizado, se imaginó que los pedazos de la cerradura, ahora esparcidos en el escabroso suelo, seguramente relucirían cual brillantes luceros que relevarían el paradero de los fugitivos en el acto. Intuyó que Aurelio Floridio tenía la misma convicción pues lo vio preparar su espada.

      Los soldados siguieron conversando por un rato. Aurelio Floridio explicó a Ancel que los militares aparentemente habían decidido descansar ahí y tomar un refrigerio antes de regresar al cuartel.

      Ancel, siempre en voz muy baja, indicó a su compañero que iría al fondo de la cava a pedirles a sus compañeros que guardasen el más profundo silencio. Para su desgracia, en la tenebrosa y cerrada obscuridad del lugar, tropezó en uno de los últimos escalones y rodó escalera abajo.

 

XX

      El matrimonio de los herreros, Roguiel, la mujer del velo verde, y Jesús habían guardado silencio desde los primeros momentos que transcurrieron desde su llegada. Habían escuchado, aunque vagamente, el ruido de los caballos y después de apagar la antorcha habían permanecido inmóviles. No estaban seguros de lo que en esos momentos sucedía a la entrada de la cueva.

      Fue Roguiel, quien estático todavía por haber experimentado el milagro de su sanación, rompió el silencio, susurrando al oído de Jesús agradecidas palabras: “¿Cómo decirte, Maestro, lo que siento? ¿Cómo puedo expresar mi agradecimiento?”

      “Hermano Roguiel, ya lo has hecho”, contestó Jesús.

      “¿Por qué fue que yo quedé paralítico de jovencito? ¿Qué pecados pude haber cometido para merecer este suplicio? ¿O sería algo indebido por parte de mis padres? Explícame, Maestro”.

      En voz muy suave colmó Jesús de paz el corazón de quien estuviera por tanto tiempo lisiado y fuera repudiado por la sociedad: “Ni tú pecaste ni lo hicieron tus padres. Tu sanación fue para que las obras de Dios sean manifiestas. Las heridas que causaron los hombres en mi cuerpo ahora han servido para sanarte”.

      “Maestro, muchas más preguntas tengo para ti”. Tan extasiado estaba Roguiel que siguió con una casi interminable letanía de preguntas sin dar oportunidad alguna a Jesús de responder: “¿Fuiste tú o fue el clavo de tu cruz lo que le dio vida a mis inútiles piernas? Pero espera, ¿Voy a sanar totalmente? Si así lo fuera, ¿Por qué no me sanaste enteramente en ese momento? Y también te quiero preguntar, ¿Cómo decides a quién sanar? ¿A cuántas gentes has curado? Y perdona mi curiosidad, pero ¿Alguna vez regresaste a alguien de la muerte?”.

      Jesús, quien pacientemente había esperado a que su interlocutor terminase de formular sus preguntas, contestó: “Muchas son tus preguntas y me gustaría contestar algunas. Empezaré con la última. Muchos han sido los milagros que para la gloria de Dios han sucedido. Hubo una niña, hija de un empleado del templo, que murió mientras unos de mis discípulos y yo estábamos de visita. Apurado cuando le comunicaron la mala noticia, Jairo, su atribulado padre, me pidió que lo acompañara a su casa. La niña acababa de fallecer. Sentí compasión por esta familia y le pedí entonces a la pequeña que se levantara. Ante la incredulidad de los ahí reunidos, la hija de Jairo volvió a la vida, y con mucha hambre”.

      “¿Y fue la única ocasión en que algo así sucediera?”

      “Hubo varias más. Fue para mí muy especial ver a mi amigo Lázaro revivir. Llegué a su casa, en la que vivía con sus hermanas Marta y María, para encontrarme con la noticia de que Lázaro, gran amigo mío, acaba de morir. La tristeza invadió mi corazón ¡Mucho lo sentí! Pero fue Marta quien me dijo, con fe, que si ahí hubiera yo estado, su hermano viviría. Cuatro días después de que falleciera, Lázaro oyó mi voz que lo llamaba, y se levantó de la tumba.”

      “¿Y cómo reaccionaron las hermanas de tu amigo?”

      “Quedaron por siempre agradecidas, como te podrás imaginar. Y algo muy importante en estos milagros es que haya también una conversión espiritual, como tú ya la tuviste.”

      La conversación, que era prácticamente inaudible para los demás, fue interrumpida cuando escucharon que alguien tropezaba y caía rodando por los últimos peldaños de la difícil escalinata de la cava. Alarmados y con mucha cautela por la falta total de iluminación, todos se acercaron al pie de la escalera. El primero en llegar fue Yedael, quien susurró sin saber quién había sufrido el incidente, “¿Quién eres? Qué te pasó? ¿Te lastimaste?”

      La respuesta fue instantánea, y apenas la pudieron escuchar los demás dada la cautela con que fue pronunciada por Ancel: “Tropecé en los escalones, pero creo que estoy bien. Tuve la suerte de rodar por los últimos tres o cuatro escalones sin lastimarme”.

      Se oyó la voz de Aurelio Floridio, quien había descendido al oír la conmoción: “Celebro que no te haya sucedido nada, amigo Ancel. Voy a subir otra vez para averiguar qué hacen los soldados. Espero que no hayan oído nada de lo que pasó.”

      Los demás se retiraron al fondo de la cava, donde se instalaron guardando silencio.

      Después de un rato, el antiguo decurión se les unió, con palabras alentadoras. Con patente alivio, intentó tranquilizarlos: “Escuché a los soldados decir que sería mejor regresar al cuartel y reanudar la búsqueda el día de mañana. Se marcharon hace unos momentos”.

      Los cristianos, sumidos aún en una cerrada penumbra, se encaminaron a tientas hacia el fondo de la cava. Encendieron pequeños pedazos de la antorcha para iluminar aunque fuera en forma muy tenue la cava. Tuvieron la fortuna de encontrar un aposento de gran tamaño que estaba separado del resto de la cava por un portón. Pasaron al aposento, y cerrando el portón detrás de ellos, encendieron la antorcha. Esta parte de la bodega era de un gran tamaño. Tenía varios toneles dentro de los cuales se adivinaba la presencia de algún rico vino de la región. Encontraron rústicas mesas que acompañadas por burdos asientos de madera, les proporcionaron un bienvenido respiro.

      Fue Ancel quien propuso dar gracias a Dios por haber escapado. “Amigos, juntos hemos hasta ahora podido escapar del yugo romano, y os propongo que unidos sigamos predicando las enseñanzas del Maestro con nuestras vidas y nuestro ejemplo. Agradecidos de corazón estamos por la bondad a nuestro Creador.”

      Shifra, en tono alegre y optimista, ofreció entonces su siempre improvisador y creativo talento: “Maestro, permíteme que cante unas coplas para expresar mi agradecimiento, alegría, y admiración por ti. Sé que con mi canto estaré hablando a nombre de todos los aquí presentes,” dijo. Había quizás en sus palabras aún algunas trazas de arrepentimiento pues la mujer del herrero pensaba en las crudas rimas que había entonado hacía un rato. Y pensó que éstas sí serían apreciadas por todos. Con la desenvoltura y aplomo con que siempre llevó a cabo sus talentosas improvisaciones, cantó:

 

Yo te vi, Jesús, Maestro

En la cruz te vi clavado

Te vi yaciendo, sin vida

Vi tu cuerpo flagelado

Vi las huellas del castigo

Vi la lanza del romano

Vi tus manos lastimadas

Vi tus pies atravesados

Vi tu frente vulnerada

Vi tu sangrante costado

Yo te vi, Jesús querido

Muerto ya, crucificado.

Esta noche, en esta cueva,

En este sitio apartado,

Aquí con mi fiel marido,

El herrero consumado,

Con esta buena mujer,

Con Ancel, a nuestro lado

Con Roguiel, quien ya camina

Y este decurión romano

¡Perdón, que ya no lo es!

Todos muy fieles cristianos.

 

Sumida en esta penumbra

Sé que tú, mi Buen Jesús

Has derrotado, triunfante,

Al martirio de la cruz.

Con tu muerte has redimido

Como solo puedes tú

Al pecador de este mundo

Y lo bañas con tu luz.

Oh, Rabino bondadoso,

Oh, Maestro, Oh Jesús,

Señor misericordioso

Ejemplo de beatitud

Quiero seguirte, gozosa

Ya no quiero ser común

Hoy cristiana me confieso

Dándote mi gratitud.

Toma, Señor, hoy, mi vida

Yo te doy mi juventud

Permite que yo te siga

Para siempre, mi Jesús.

 

      Emotivo y muy sentido fue el rítmico y melódico canto de Shifra. Conmovido, el los miembros del eclético grupo lanzaron uno tras otro voces como “Yo también soy cristiano”, “Yo te seguiré, Jesús”, y “Juntos con Jesús.”

      Una vez que todos se calmaron, Shifra se dirigió al Maestro, “Jesús, no cabe duda de que eres Tú el más indicado para hacer una oración. ¿Serías tan amable de ser tú quien nos guíe?”

      Jesús preguntó a sus amigos si alguien tenía un pedazo de pan. Fue Roguiel quien produjo una hogaza que había traído del mesón de Obed. Tomándola, Jesús dijo por segunda vez en esa agitada y venturosa noche las palabras de la Eucaristía, no sin antes repartir los pedazos de pan a sus nuevos seguidores, “Este es mi Cuerpo, que fue entregado por vosotros. Comed todos de él.” Tomó el Maestro entonces una pastoril copa que alguien había producido de su talega, y después de verter un poco de vino, dijo, “Este es el cáliz de mi Sangre, que fue derramada por vosotros y por todos los hombres. Bebed todos de él. Y seguid haciendo esto en mi memoria.” Y sus discípulos comieron del pan y del vino que había bendecido el Maestro.

      En ese momento Jesús desapareció de la vista del grupo de cristianos. Consternados, los seis fugitivos lo buscaron sin éxito y por fin expresaron su confusión y desaliento. Se entristecían pues pensaban que los momentos de dicha con el Maestro eran cosa del pasado. Hizo Marco Floridio un pregunta que acalló la conversación, “¿Qué haremos ahora que no tenemos a Jesús entre nosotros?”

      Ancel tomó la iniciativa, al exclamar palabras que marcarían el resto de sus vidas, “Quiero que recordéis las palabras del Maestro, ‘Id a todas las naciones a proclamar la Buena Nueva’. Y la Buena Nueva es que Él ha resucitado. Y nos ha pedido que lo hagamos con nuestras vidas, con nuestro ejemplo y con nuestra palabra. Os invito a adoptar este mandamiento. Busquemos a otros cristianos y llevemos a cabo esta sagrada misión. Hemos sido bendecidos como pocos por haber visto con nuestros propios ojos el resplandor de Cristo Resucitado. Salgamos de esta obscuridad en la que estamos y proclamemos esa luz de Jesús a todas los pueblos de la tierra.”

      Conmovidos, todos asintieron. La alegría en el grupo era patente. La dicha de saberse misioneros se reflejaba patentemente en sus rostros. La determinación que todos sentían en su corazón cristiano llenaba todo su ser.

      Yedael, el rudo herrero, visiblemente emocionado y con voz entrecortada, preguntó al grupo, “¿Pero cómo podremos lograr lo que dices, Ancel, ahora que el Maestro nos ha dejado?”

      La respuesta de Shifra fue inmediata, “¡Pero es que Jesús no nos ha dejado! Cuando le pedimos hace un rato que orara, respondió tomando el pan, partiéndolo, y repartiéndolo entre nosotros. Y dijo que ese pan es su Cuerpo. ¡Jesús no nos ha abandonado!”

      Contestó Yedael, “¡Pero ese pan ya se nos terminó!”

      La mujer del velo verde exclamó, “Pero nos dijo, hermano Yedael, que en su nombre repitiéramos la fracción del pan y siguiéramos comiendo de su Cuerpo. Sus instrucciones fueron muy claras. Jesús nos ha dejado la dicha de saber que siempre estará con nosotros.”

      Y todos supieron así que no estaban solos en su difícil misión. Jesús los acompañaría hasta el final. Recogieron entonces las pocas pertenencias que llevaban. Salieron de la sombría cueva y uniéndose al siempre creciente número de seguidores de Cristo, fueron a todo el mundo a proclamar la Buena Nueva.


FIN

 


NOTA del AUTOR

      La historia de Ancel y los demás comensales es ficticia, aunque uno de ellos—la mujer del velo verde—y, por supuesto, el Maestro, son mencionados en la Biblia. Suponemos aquí que Jesús hubiera decidido repetir el encuentro de Emaús. En nuestro cuento, el Maestro no desaparece inmediatamente después de que a sus discípulos se les abren los ojos, sino decide quedarse un rato más con sus apóstoles, quizá para ayudarlos a escapar de los romanos, para evangelizarlos, o por alguna otra razón.

      Mi fascinación con las bodegas viene de mi visita de hace unas cuatro décadas a Vertavillo, Palencia pequeñísimo pueblo castellano en el que, cobijado por sus murallas centenarias, naciera a mi abuelo paterno. En esa entrañable aldea tuve la inolvidable experiencia de degustar, con varios de mis primos españoles, cangrejos de río, pan con queso de cabra y blanca miel, y el exquisito vino producido en el lagar de la bodega.

      Las fascinantes y artísticas fotos de las bodegas que adornan este libro fueron amablemente proporcionadas por Javier Abarquero Moras y Santiago Diosdado, de la familia de mi abuelo y orgullosos vertavilleros, con quienes estoy sumamente agradecido. Agradezco también a Javier, doctorado y arqueólogo, por facilitarme un ensayo inédito de su autoría, mismo que contiene una elegante y precisa descripción de las bodegas que caprichosamente pueblan las laderas de Vertavillo y otros viejos pueblos de El Cerrato, y por orientarme en detalles propios de esas históricas construcciones.